A veces, por esa inercia que
crean los artículos de referencia, estudios y publicaciones, la lista de
autores famosos se consagra y petrifica, y parece que sólo de tales autores
dependa la innovación creativa en los distintos ámbitos. Si hablamos del inicio
de la vanguardia musical, basta que apenas digamos “Ma” para que la tríada
Mahler, Schoenberg y Stravinsky salgan en una ristra tan contundente como
fatalmente incuestionable. Últimamente escucho bastante a Ferruccio Busoni, un
raro en la historia música pero no por su carácter huidizo o porque desarrollara
su actividad marginalmente, todo lo contrario. Fue conocido en su época,
destacó como gran maestro musical y como
interprete virtuoso del piano, realizando varias grabaciones tanto de sus obras
como de otros compositores clásicos. Lo que resulta un problema para los
expendedores de etiquetas es su filiación estética. Busoni se mueve en ese eje
temporal que acciona el fin de siglo XIX y el principio del siguiente y a
través de cuyo fenómeno hay un deslizamiento de sensibilidades tan contrarias,
distintas y extremas que yo diría que el tiempo de Busoni es un tiempo de
tiempos, una cuasi atemporalidad en tanto que no hay clausura formal en la que
definir y ubicar al músico italiano, que es tán “antiguo” como moderno. A veces
parece decadente, simbolista, wagneriano, otras recuerda más a Lizst, o bien,
suena totalmente a Siglo XX, hasta el punto que he confundido algún pasaje
musical suyo con el de un Aron Copland o Hindemith. Lo que es todo un signo de
su “rareza” es que lo más conocido de su excelente obra sean transcripciones
musicales de las obras de otros autores, especialmente Bach y Lizst: es como si
escondiera su genialidad con una de sus numerosas habilidades musicales y se
contentara con ese disfraz.
La figura de Heinrich Heine
me parece la de un polizón que se hubiera colado en el grave mundo de la historia
y filosofía alemanas y se dedicara a llevar a cabo una crítica de la cultura
tan incisiva y atractiva como chispeante. Sorprende, a veces, la contundencia y
el desparpajo con que trata a las grandes figuras del pensamiento. Su
atrevimiento corre parejo a las imaginativas figuras que utiliza para realizar
esa crítica tan directa de las empalizadas conceptuales germánicas.
Escucho una grabación en la
que el presidente de México, Porfirio Díaz envía un mensaje al inventor Alva Edison. La grabación
fue realizada el 15 de agosto de 1909. La voz del presidente mexicano resulta
tan clara, tan presente, que cuando
dice la fecha en la que se dirige al famoso inventor, ese 1909 suena
absolutamente vacío, insulso, indiferente. Me resulta imposible imaginar todo
lo que en torno a esa fecha tan remota, se estaba produciendo en el planeta, en
las naciones, en la historia del arte o del pensamiento. No puedo imaginar, o
me cuesta una infinidad, imaginar una espesura histórica no alrededor de tal
fecha, sino sobre las tranquilas palabras del presidente. Porfirio Díaz habla
desde el presente, desde lo actual y ese es su tiempo vital. La grabación no
puede hacerse cargo de ningún vendaval histórico ni de ninguna masa de
acontecimientos – los que se estaban produciendo en ese momento, o los que se
avecinarían instantes después – porque el
sonido no suena en el pasado sino ahora mismo. No le ocurre como a la
imagen, cuyo estatismo sí articula un distanciamiento insalvable, reproduciendo
la sensación melancólica y aniquilante del tiempo. Esta percepción de la voz de
Porfirio Díaz que no suena en ningún mítico pasado sino ahora mismo como lo
hizo cuando se efectuó la grabación, conecta con las reflexiones de un
Schopenhauer sobre la actuación de la voluntad y en qué estamento temporal y ontológico se
produce. Cuando suenen las trompetas del apocalipsis no sonarán en ningún
tiempo mítico sino ahora, tal y como estoy escuchando, en estos momentos, la radio, el ruido del aire acondicionado o
los coches que pasan por la calle, en el exterior.
A veces se tiene la
sensación de que se progresa relativamente. Llevo unas cuantas fotos digitales
a que me las - ¿revelen-impriman?- y al
ver los resultados me acuerdo de las frustraciones que experimentaba hace años
cuando se me ocurría revelar automáticamente carretes enteros. Las fotos
digitales, salen, unas muy bien, pero las más contrastadas y con las que he
experimentado más, aparecen tan saturadas y deslumbradas que no se parecen en
nada a las imágenes que había preparado en el ordenador. O sea que el
aficionado a la fotografía se enfrenta a los mismos problemas que surgían con
la fotografía analógica de toda la vida. No puede uno confiarse al revelado no manual ni a la
la impresión automática: el trabajo de sacar a la luz la imagen tiene que ser
específico – a través de las mejores máquinas – para que el resultado sea
el que se dese verdaderamente.
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