miércoles, 5 de octubre de 2016

Bloc de notas





A veces, por esa inercia que crean los artículos de referencia, estudios y publicaciones, la lista de autores famosos se consagra y petrifica, y parece que sólo de tales autores dependa la innovación creativa en los distintos ámbitos. Si hablamos del inicio de la vanguardia musical, basta que apenas digamos “Ma” para que la tríada Mahler, Schoenberg y Stravinsky salgan en una ristra tan contundente como fatalmente incuestionable. Últimamente escucho bastante a Ferruccio Busoni, un raro en la historia música pero no por su carácter huidizo o porque desarrollara su actividad marginalmente, todo lo contrario. Fue conocido en su época, destacó como gran maestro  musical y como interprete virtuoso del piano, realizando varias grabaciones tanto de sus obras como de otros compositores clásicos. Lo que resulta un problema para los expendedores de etiquetas es su filiación estética. Busoni se mueve en ese eje temporal que acciona el fin de siglo XIX y el principio del siguiente y a través de cuyo fenómeno hay un deslizamiento de sensibilidades tan contrarias, distintas y extremas que yo diría que el tiempo de Busoni es un tiempo de tiempos, una cuasi atemporalidad en tanto que no hay clausura formal en la que definir y ubicar al músico italiano, que es tán “antiguo” como moderno. A veces parece decadente, simbolista, wagneriano, otras recuerda más a Lizst, o bien, suena totalmente a Siglo XX, hasta el punto que he confundido algún pasaje musical suyo con el de un Aron Copland o Hindemith. Lo que es todo un signo de su “rareza” es que lo más conocido de su excelente obra sean transcripciones musicales de las obras de otros autores, especialmente Bach y Lizst: es como si escondiera su genialidad con una de sus numerosas habilidades musicales y se contentara con ese disfraz.    

 

 
La figura de Heinrich Heine me parece la de un polizón que se hubiera colado en el grave mundo de la historia y filosofía alemanas y se dedicara a llevar a cabo una crítica de la cultura tan incisiva y atractiva como chispeante. Sorprende, a veces, la contundencia y el desparpajo con que trata a las grandes figuras del pensamiento. Su atrevimiento corre parejo a las imaginativas figuras que utiliza para realizar esa crítica tan directa de las empalizadas conceptuales germánicas. 






Escucho una grabación en la que el presidente de México, Porfirio Díaz  envía un mensaje al inventor Alva Edison. La grabación fue realizada el 15 de agosto de 1909. La voz del presidente mexicano resulta tan clara, tan presente, que cuando dice la fecha en la que se dirige al famoso inventor, ese 1909 suena absolutamente vacío, insulso, indiferente. Me resulta imposible imaginar todo lo que en torno a esa fecha tan remota, se estaba produciendo en el planeta, en las naciones, en la historia del arte o del pensamiento. No puedo imaginar, o me cuesta una infinidad, imaginar una espesura histórica no alrededor de tal fecha, sino sobre las tranquilas palabras del presidente. Porfirio Díaz habla desde el presente, desde lo actual y ese es su tiempo vital. La grabación no puede hacerse cargo de ningún vendaval histórico ni de ninguna masa de acontecimientos – los que se estaban produciendo en ese momento, o los que se avecinarían instantes después – porque el sonido no suena en el pasado sino ahora mismo. No le ocurre como a la imagen, cuyo estatismo sí articula un distanciamiento insalvable, reproduciendo la sensación melancólica y aniquilante del tiempo. Esta percepción de la voz de Porfirio Díaz que no suena en ningún mítico pasado sino ahora mismo como lo hizo cuando se efectuó la grabación, conecta con las reflexiones de un Schopenhauer sobre la actuación de la voluntad y en qué estamento temporal y ontológico se produce. Cuando suenen las trompetas del apocalipsis no sonarán en ningún tiempo mítico sino ahora, tal y como estoy escuchando, en estos momentos,  la radio, el ruido del aire acondicionado o los coches que pasan por la calle, en el exterior.  

 

A veces se tiene la sensación de que se progresa relativamente. Llevo unas cuantas fotos digitales a que me las  - ¿revelen-impriman?- y al ver los resultados me acuerdo de las frustraciones que experimentaba hace años cuando se me ocurría revelar automáticamente carretes enteros. Las fotos digitales, salen, unas muy bien, pero las más contrastadas y con las que he experimentado más, aparecen tan saturadas y deslumbradas que no se parecen en nada a las imágenes que había preparado en el ordenador. O sea que el aficionado a la fotografía se enfrenta a los mismos problemas que surgían con la fotografía analógica de toda la vida. No puede uno confiarse al revelado no manual ni a la la impresión automática: el trabajo de sacar a la luz la imagen tiene que ser específico – a través de las mejores máquinas – para que el resultado sea el que se dese verdaderamente.    

 

 

 

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