A cinco metros de altura, los vigilantes hechos
de chatarra prensada, escoltan el paso de los transeúntes de un lado al otro
del puente.
Escoltan sin moverse. Su estatismo produce más ferocidad que si
hicieran algún movimiento mecánico violento para impedirnos el paso o
reclamarnos algún tipo de documento.
Su aspecto bizarro y su rostro borrado,
hecho de virutas de hierro aplastadas,
imponen lo suficiente como para que uno se limite a discurrir sin presentarles
batalla con la mirada o discutir alguna posible orden. Pero hay gente que se
pregunta, si ningún conflicto grave se ha producido últimamente, por qué estos
personajes intimidan nuestro tranquilo discurrir por la ciudad. Precisamente,
dicen los consejeros que aprobaron el proyecto, porque tal tranquilidad en las
fronteras internas de la ciudad es más que cuestionable.
No es sólo un par de
pequeños hurtos, denunciados a regañadientes, y el gesto antipático de algún
transeúnte hacia otro, al pasar, lo que ha elevado la alarma entre los vecinos,
es, con una brumosa evidencia que a muchos obsesiona, que algo hay de
enrarecido en el ambiente urbano que ha elevado las cotas de sospechas de unos
hacia otros.
La democracia vela por nuestros derechos pero para que esto
funcione debemos saber con quién estamos conviviendo. Por ello, los centinelas,
han sido diseñados para exterminar a todo extraño al orden social y democrático
de nuestra urbe.
Un fruncimiento del ceño, un rápido echar la mano al bolsillo,
incluso abrir demasiado los ojos o sacar la lengua, son gestos lo
suficientemente provocadores como para que actúen al instante, y detengan o
fulminen, directamente, al sujeto. Hasta ahora no se han recibido quejas
formales de ningún exceso y hasta se está programando que ante los flujos
numerosos, los centinelas de hierro, para evitar apelotonamientos y grumos
humanos, ordenen el tráfico según el color de camisas y tipos de peinado.
Larga
vida se prevé para esta loable iniciativa municipal.
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