Cambiar
de locomoción implica cambiar también la percepción del mundo.
Desde
aquí arriba todo plano oscila, confunde sus límites.
Los
edificios inclinan su vertical, los arboles urbanos se convierten en una masa
deslizante, la gente forma conjuntos lentamente giratorios.
Diviso el naufragio de los soles ponientes, la formación de las tardes, la eclosión de las mañanas.
Diviso el naufragio de los soles ponientes, la formación de las tardes, la eclosión de las mañanas.
Si
me instalara aquí ¿hasta qué punto compartiría las leyes de esa ciudadanía que
se mueve, remota, por allá abajo?
La
intemperie es mi casa, diría poéticamente, y el propio aire debiera convertirse
en follaje en el que guarecerme.
Me
independizo de la gravedad, de los semáforos, de los baches de las calles
cuando llueve, de los edictos municipales.
Me
llama el logos audaz, sólo respondo a esa llamada de pureza y riesgo.
Soy
mi propio discurso, me encarno en uno de los elementos primordiales en que los
presocráticos estimaban el origen del universo.
Sé
que los de abajo no esperan sino a que me caiga. Y yo no espero sino a que se
cansen de esperar y que el viento los borre de las calles o la nieve los
sepulte en sus puestos de observación.
Si
mi aventura dura un rato, un par de minutos, un instante, eso habrá bastado
para demostrar que otra visión, otra experiencia del espacio son posibles.
Duraré
lo que dure en caer.
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