A veces
la singularidad se expresa de un modo tan claro como sereno. Este es el primer
libro que leo del poeta Guillermo Carnero. Sí, ha sido un poco tarde el que un
poeta español importante haya devenido a mi biblioteca, pero la dimensión
tiempo se relativiza cuando el placer, la simpatía o la luz se materializan con
la lectura del texto en cuestión.
Si
la poesía es una confesión del alma, al escribir poemas sobre tapias o grifos
viejos, estoy describiendo en qué bizarros términos interpreto la naturaleza de
lo que me rodea, retratándome a mí mismo, de paso, elevando una protesta o un
canto… Digo esto porque el que Carnero haya elegido el mundo clásico
grecolatino o bien el renacentista italiano como referentes de su idealidad –
con la que está cayendo, que diría uno - me parece algo legítimo. El que la
poesía se vincule siempre, de un modo u otro, al momento histórico que se vive,
aunque, aparentemente, no hable de un modo inteligible del cortejo inmediato de
sus apariencias y fenómenos, es algo suficientemente estudiado y sabido. Ignorar
la época que se vive para dirigir el verbo poético al otro extremo de la historia
es un modo de hablar de la época nativa.
Y a
nadie le está reservado más óptimamente el derecho soberano al desprecio de la
vulgaridad y la mezquindad que a la figura del poeta. En este último libro de
poemas de Carnero que cierra el ciclo de los dos anteriores, asistimos a una
misma eclosión: a la de la belleza que
persiste en la memoria no sin acusar el paso aniquilante del tiempo. Paradójicamente
esas heridas del tiempo configuran la
imagen final de la belleza invocada, lo que de un modo tan clásico como delicadamente
solemne viene a decir que la muerte forma parte de la definición integral de lo
bello, de su curso y de sus materialización en objetos concretos: sean recuerdos
de infancia, obras plásticas de grandes maestros o amores ya finiquitados.
Y precisamente
es también el tiempo lo que modifica valoraciones y aproximaciones. Ante un
poemario como el presente, la crítica de hace unos años, la de los ochenta y
noventa, nos hablaría de culturalismos, clasicismos o incluso esteticismos. Invocar
tales conceptos tópicos hoy en día ya no funcionaría del mismo modo. Los signos
han cambiado. Hace décadas el uso de estos términos habría más que insinuado un
intención escapista y hasta formalista en los versos de Carnero; pero hoy, el supuesto
culturalismo de Carnero significa otra cosa. No es mero refugio, es,
directamente, casa. Hogar del alma que de este modo nos está confesando su
historia sin pretensiones preciosistas. Es decir, que un poeta como Carnero que
nos habla de Tiépolo, de Virgilio, de bustos romanos y criptas griegas, de
atardeceres en jardines imperiales, no está siendo barrocamente elusivo sino
todo lo contrario. Y ahí está el sincero signo que hay que interpretar. Si un
poeta en su obra decide no decir una sola palabra sobre la revolución informática,
el eterno retorno de las guerras sin fin o la insistente hambre y miseria de
media humanidad, debemos interrogarnos por qué, sin pensar, desde luego, que el
poeta se equivoque.
Defendemos
nuestros pequeños tesoros porque en ellos se conserva el recuerdo vivo de lo
mejor de nuestras vidas. Y yo creo que es el poeta quien preserva y afirma de
la forma más apasionada esa riqueza. La elección de los motivos poéticos de
Carnero lo singularizan meridianamente ante esos ruidos del entorno que unos
pretenden que debieran ser el objetivo conjuratorio del arte poético. El conjuro
lo hace Carnero a su modo. La razón de su repertorio es lo que se convertirá en
motivo de análisis para el crítico y de placer sin preguntas para el lector.
A mí me han gustado, especialmente, los poemas: "Libro primero de Los Reyes", "Ancianidad hermosa de Rodin" y "Diana y ninfas. Por Domeniquino".
A mí me han gustado, especialmente, los poemas: "Libro primero de Los Reyes", "Ancianidad hermosa de Rodin" y "Diana y ninfas. Por Domeniquino".
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