Cuando vi el volumen en un
centro comercial, sentí cierto rechazo y un deseo de adquirirlo, al mismo
tiempo, como si fuera una tentación peligrosa y un dulce suculento,
conjuntamente. Le expliqué a un amigo que me gustaba mucho la poesía de
Alejandra Pizarnik, que conocí su obra en algún verano de los ochenta, cuando
uno hacía, todavía, lecturas descubridoras
de autores y autoras, pero que, teniendo en cuenta el estado anímico en
yo que me encontraba, el asunto del suicidio de la poeta velaba oscuramente el
beneficio final que pudiera obtener internándome en las páginas de su diario.
Pobre Alejandra, lo que le faltaba, que la singularísima complejidad de su vida
sucumbiera a valoraciones expeditivas de este tipo. Esto ocurrió hace un par de
años. Resulta que el amigo a quien confesaba yo mis temores, tenía el diario y
lo estaba leyendo y le estaba gustando mucho.
Ahora, que por pura inercia
en la aceptación de lo que irremediablemente ocurre y le ocurre a los demás, o debido a la
mayor capacidad de comprender las dimensiones de lo real que uno va adquiriendo
con el tiempo, acepté sin miedos neuróticos, comprar el libro, resulta que estoy
disfrutando también, como mi amigo, de las desesperadas y lúcidas confesiones
de Alejandra, asumiendo que su final es más un interrogante que se nos arroja a
nosotros, lectores de su obra, que una mera desaparición física, engrosable en
otras e indistintas estadísticas.
Llevo leídas apenas 80 páginas de más de las mil de que consta esta
edición, y ya las tesituras básicas desde las que Alejandra exhibe su lírica y
se queja de su dolor, aparecen bien claras.
Lo más expreso en estas
páginas, independientemente de sus reflexiones sobre lecturas y teorías,
apuntes de humor y creatividad escritural y poética, es su protesta por lo que
no podríamos sino interpretar como destinación a la muerte, la obstinación del
dolor y la angustia en su vida. Un malestar que se redobla por la inteligencia
de sobre quien se cierne. Alejandra inicia una continua indagación sobre los orígenes
de su mal, examinando los efectos sobre su cuerpo que es su alma, de ahí,
pensemos en un Artaud, la desesperación y la imposibilidad de escapar. La locura,
pues, no puede ser sino el efecto de una convivencia insoportable con el dolor.
Pienso en Alejandra y pienso
en la vida de los santos y sus penitencias. ¿Qué ejemplaridad podemos extraer
de la vida y obra de poetas como Alejandra? Si la gente que tiene fe, reza a
sus santos y estudia sus vidas, ante la inteligencia y sensibilidad fracturadas
de Alejandra, uno se pregunta, bien lejos de toda lucubración clínica y
sofisticación, ¿qué significa el suicidio de Alejandra?
Ese es el misterio de su
vida, el misterio indescifrable que en las páginas de este torturado y
brillante diario, halla una exposición bien pormenorizada.
¿El dolor la hizo poeta o se
hizo poeta para combatir su dolor hasta donde pudo sublimarlo? ¿Es su poesía la
justificación de un mundo implosionado, la explicación desde la convulsa
subjetividad de un mal general y objetivo que ya aqueja a todos? En esta
consideración residiría esa ejemplaridad del poeta, el haber sido escogido como
chivo expiatorio de las entrañas del tiempo en que nos desenvolvemos.
Quisiera creer que el suicidio de los poetas
es una decisión soberana, la protesta
final ante una presión que no encuentra otra salida. Si queremos saber qué le
ocurrió a Alejandra, tenemos una ocasión óptima leyendo estos diarios,
porque al asedio de la muerte Alejandra oponía su mayor pasión: escribir. Es en el texto
de estos diarios donde Alejandra se actualiza, donde la encontramos en el trance de sus circunstancias,
danzando con sus fantasmas, haciendo balance de abismos, amores y albas.
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