jueves, 11 de abril de 2019

¿DE QUIÉN ES UN AGUJERO NEGRO?





Cuando he escuchado esta tarde, por la radio,  la noticia de la obtención de la imagen del agujero negro, me han molestado las palabras con las que la locutora denominaba el suceso, aun cuando puedan suponerse como no muy estrambóticas: “el gran misterio de la ciencia”. La noticia me parecía interesantísima, pero ese detalle de propiedad cognoscitiva establecía una frontera entre nosotros, los pobres profanos, ajenos a los soberbios entresijos técnicos que han logrado colectivamente la imagen, y la casta sacerdotal de los científicos, dueños del desciframiento de los misterios de la naturaleza. Está claro que, con respecto a los trabajadores de los distintos observatorios, existe una competencia puramente técnica, la que consiste en la aplicación de medidas y cálculos astrofísicos de diversa índole que sumados en una operación conjunta han logrado localizar presencia tan insólita en nuestro cosmos. Pero un agujero negro no es propiedad exclusiva de ningún conocimiento: se trata de un fenómeno de características extraordinarias, de un auténtico fenómeno paranormal detectado en la piel del cosmos, que sólo abstraído en cifras y cómputos, se convierte en asunto específico de eso que los medios llaman con temor sagrado la ciencia. El agujero negro es asunto de todos, objeto de mi asombro, acicate del preguntar filosófico, estímulo galáctico de mi contemplación poética. En cuanto una disciplina sistematiza un conocimiento sobre algo natural pero no conocido del todo, y lo hace ingresar en su lista de verificaciones y cálculos, lo hace suyo, asunto indiscutiblemente suyo, como si entre el fenómeno y los científicos existiera una suerte de complicidad y un rechazo expreso de todos los demás. El conocimiento estudia o investiga algo precisamente para universalizar el conocer, para ilustrar acerca de dónde estamos y sobre el devenir del conocer mismo, para hacer exotérico lo que antes era esotérico. El que algo tan insólito como un agujero negro exista realmente, afecta a mi imaginación, a las dimensiones de la racionalidad que pretendo ejecutar como sujeto naturalmente curioso e inquisitivo en una sociedad de otros sujetos también interesados en los límites de nuestro universo. Anoto este detalle porque en cuanto me hablan de un agujero negro o similares y atiborran la información con un espeso conjunto de datos, me sustraen su realidad numinosa que es lo que a mí me fascina, y que no tiene nada que ver con lo anterior. Este movimiento de sustracción- objeto real por su conversión en datos físico-matemáticos – tan típica del afán sintetizador de los medios, parece que no pretenda sino sustraernos, a la vez, nuestra aspiración a soñar, es decir, a contemplar un agujero negro como existencia real, al recordarnos nuestra condición de meros aficionados, de profanos merodeadores del Gran Conocimiento en poder, sólo, de los sumos oficiantes, de los científicos recluidos en sus inmaculados laboratorios.    


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