Al querer hablar de esta
película, y de un modo especial, precisamente,
de esta y de films realizados en la misma época y de semejante género, me
encuentro con una cuestión de índole muy subjetiva que no sé si influye
realmente a la hora de especificar el grado de fascinación que he experimentado
con el visionamiento de la película. Este aspecto, quizá, podría, simplemente
obviarlo, pero también cabe que, quizá, no sea tan prescindible como pueda
parecer.
Parte importante de mi
imaginario en ámbitos de ficción fantástica y acción, se formó en mí gracias a
aquellas películas y sobre todo, series de televisión de mediados y finales de
los sesenta y principios de los setenta que veía de niño.
Cuando hablo de imaginario
no sólo me refiero a un estilo en la
acción, en la caracterización de los personajes, en el desenvolvimiento
argumental, sino a las sensaciones derivadas de la percepción de parajes, tipos
y ambientes.
Se trata, en definitiva, del
acostumbramiento de la sensibilidad a una forma lingüística, de cómo la
ficción, fílmica en este caso, es articulada y dosificada, semánticamente ejecutada. Constituye,
en definitiva, el más o menos secreto repertorio de lo clásico que he integrado y
soy capaz de reconocer funcionando en mí.
En esta película, El carnaval de las almas, realizada en
1962, tanto los paisajes, lugares y escenas urbanas como el aspecto de los
personajes encajan de lleno con ese imaginario primario de modo que esa
fascinación a la que me he referido, ha obrado de modo intenso en la recepción
de la película, de una manera que no sé hasta qué punto obraría en un
espectador actual de veinte años que quizá, tenga otros estereotipos fílmicos en
la cabeza. También puede ser que como los estereotipos fílmicos estadounidense
son los mismos pero siempre de una eficacia indiscutible, a lo que yo me
quisiera referir es a la carcasa externa de tales estereotipos, es decir, al
aspecto visible de indumentaria y demás, vinculados a décadas concretas, pero
expedidores de ambientes y tempos específicos.
La película, salvo un par de
detalles narrativos, argumentalmente contradictorios, es una pieza redonda y
“prieta”.
Unos jóvenes deciden,
espontáneamente, hacer una carrera automovilística. En el breve transcurso de
la misma, al ir a atravesar un puente, uno de los coches cae al río. Todos los
ocupantes mueren, menos una chica que logra salir del agua. Se trata de la
protagonista. Esta decide cambiar de trabajo y de lugar de residencia tras el
trágico suceso, encontrando un puesto de organista en la iglesia de otra
ciudad, en Utah, pero los fantasmas de los fallecidos en el accidente, acosarán
a la superviviente hasta el final.
A pesar de algunas
incongruencias – la inocencia de la protagonista, objeto de las persecuciones
espectrales, con respecto al accidente;
la persistencia acosadora de un fantasma en concreto que no pertenece a ninguno de
los que viajaban en el coche sumergido y que no se sabe de dónde sale (resulta
que se trata del director de la película que deseaba exhibirse un poco) - la
eficacia narrativa del film no se resiente con estos detalles.
Es una obra, pues, sin fisuras, con una estupenda fotografía y
una historia prometedora, cuya rareza clave creo que se encuentra en el hecho de que lo
extraño, incluso lo siniestro, pueda ocurrir en los lugares más corrientes- en
plena calle, en una tienda de modas, en un garaje – y a pleno sol. Precisamente
dos de los momentos o episodios más intensos se producen en una visita al
mecánico del coche, durante una breve ensoñación que se adensa
extraordinariamente, y cuando la protagonista decide comprar un vestido y entra
en el probador. Entonces la realidad experimenta una sacudida y sin dejar de
ser la realidad habitual, la de todos los días, trasluce súbitamente
presencias fantasmales que sumen a la protagonista en un torbellino de
pesadilla. Esta ambigüedad es un logro notable de la cinta y que introduce un
elemento de reflexión, además, sobre la
naturaleza imprevisible de la realidad.
Lo extraño, lo inquietante producido bajo los radiantes rayos del sol, me hace recordar aquellas fantasías literarias
de escritores austríacos o nórdicos finiseculares que consideraban la hora más
fantasmal, las 12 del mediodía, ya que en Grecia o en Italia, países que
visitaban, el sol limpiaba de gente calles, avenidas o ruinas arquitectónicas. Recordemos
la famosa novela Gradiva, de Jensen,
que contiene varios pasajes al respecto, esenciales en la historia contada.
El material estético que el
cine, como forma narrativa por excelencia, arrastra y conlleva, es tan poderoso
que a veces se producen demiurgias por sí mismas. Digo esto porque en la
linealidad horripilante del film, hay un par de momentos en que asoma lo angélico, la esperanza, y no sé hasta
qué punto, esta significación que yo capto, estaba de modo preciso, prevista
por el director, o se trataba tan sólo de un modo de buscar la pausa en la
acción inmediatamente anterior. Son los
dos momentos en que la protagonista, huyendo del acoso de los espectros, se
refugia en un parque y al mirar, alzando la cabeza, la frondosidad que le rodea,
ve la luz del sol filtrarse a través de las ramas y escucha el piar de los
pájaros. Es entonces cuando regresa a la normalidad, los espectros desaparecen y recupera el
aliento. El espectador, tras unos instantes de confusión y horror, también aterriza en la divina normalidad y respira aliviado. En momentos como estos, no deja de ser, también, confuso, aunque de signo bien opuesto, en quién depositamos nuestra salvación: en la energía del sol, en la divinidad que simboliza, en las cosas gratas de todos los días...
La compacidad del film no
sólo es efecto de su fotografía en blanco y negro: la música de órgano que
suena a lo largo de casi todo el tiempo logra, con sus instantes de clímax, un
intenso ambiente de extrañeza y unifica emocionalmente el desarrollo narrativo.
Otro aspecto notorio, si no fundamental
de la película es la estructuración espacial. Las tomas nocturnas de la
carretera y el desierto, por ejemplo, y
de un modo fuertemente onírico, la feria abandonada con su gran sala de baile,
ubicada en la orillas del gran lago salado, articulan un escenario general de
sugestión y temor ante las presencias que se ocultan.
No hace falta destacar el
fuerte y grotesco simbolismo que envuelve a la feria como lugar límbico potencialmente
pesadillesco y confín laberíntico de otros mundos.
El final de la historia no
es muy original y algo apocalíptico: obsesionada con la feria abandonada, la
protagonista regresa allí varias veces hasta que, anocheciendo, las almas
espectrales que por allí moran, la capturan, la matan y se la llevan. Parece sugerirse que la chica debió morir en el accidente y que
finalmente, llevada por un instinto, a los lugares abandonados o desolados,
acaba por cumplirse su destino.
Los detalles narrativamente
ilógicos o caprichosos que he señalado no erosionan la facultad de la película,
que funciona notablemente como representación de ambientes paranormales e
inquietantes.
1 comentario:
Parece interesante, me la conseguiré y ya te cuento...
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