miércoles, 8 de mayo de 2019

CARNAVAL DE ALMAS, 1962.





Al querer hablar de esta película, y de un modo especial, precisamente,  de esta y de films realizados en la misma época y de semejante género, me encuentro con una cuestión de índole muy subjetiva que no sé si influye realmente a la hora de especificar el grado de fascinación que he experimentado con el visionamiento de la película. Este aspecto, quizá, podría, simplemente obviarlo, pero también cabe que, quizá, no sea tan prescindible como pueda parecer.   
Parte importante de mi imaginario en ámbitos de ficción fantástica y acción, se formó en mí gracias a aquellas películas y sobre todo, series de televisión de mediados y finales de los sesenta y principios de los setenta que veía de niño.
Cuando hablo de imaginario no sólo me refiero  a un estilo en la acción, en la caracterización de los personajes, en el desenvolvimiento argumental, sino a las sensaciones derivadas de la percepción de parajes, tipos y  ambientes.
Se trata, en definitiva, del acostumbramiento de la sensibilidad a una forma lingüística, de cómo la ficción, fílmica en este caso, es articulada y  dosificada, semánticamente ejecutada. Constituye, en definitiva, el más o menos secreto  repertorio de lo clásico que he integrado y soy capaz de reconocer funcionando en mí.   
En esta película, El carnaval de las almas, realizada en 1962, tanto los paisajes, lugares y escenas urbanas como el aspecto de los personajes encajan de lleno con ese imaginario primario de modo que esa fascinación a la que me he referido, ha obrado de modo intenso en la recepción de la película, de una manera que no sé hasta qué punto obraría en un espectador actual de veinte años que quizá, tenga otros estereotipos fílmicos en la cabeza. También puede ser que como los estereotipos fílmicos estadounidense son los mismos pero siempre de una eficacia indiscutible, a lo que yo me quisiera referir es a la carcasa externa de tales estereotipos, es decir, al aspecto visible de indumentaria y demás, vinculados a décadas concretas, pero expedidores de ambientes y tempos específicos.



La película, salvo un par de detalles narrativos, argumentalmente contradictorios, es una pieza redonda y “prieta”.
Unos jóvenes deciden, espontáneamente, hacer una carrera automovilística. En el breve transcurso de la misma, al ir a atravesar un puente, uno de los coches cae al río. Todos los ocupantes mueren, menos una chica que logra salir del agua. Se trata de la protagonista. Esta decide cambiar de trabajo y de lugar de residencia tras el trágico suceso, encontrando un puesto de organista en la iglesia de otra ciudad, en Utah, pero los fantasmas de los fallecidos en el accidente, acosarán a la superviviente hasta el final.
A pesar de algunas incongruencias – la inocencia de la protagonista, objeto de las persecuciones espectrales,  con respecto al accidente; la persistencia acosadora de un fantasma en concreto que no pertenece a ninguno de los que viajaban en el coche sumergido y que no se sabe de dónde sale (resulta que se trata del director de la película que deseaba exhibirse un poco) - la eficacia narrativa del film no se resiente con estos detalles.  
Es una obra, pues, sin fisuras, con una estupenda fotografía y una historia prometedora, cuya rareza clave  creo que se encuentra en el hecho de que lo extraño, incluso lo siniestro, pueda ocurrir en los lugares más corrientes- en plena calle, en una tienda de modas, en un garaje – y a pleno sol. Precisamente dos de los momentos o episodios más intensos se producen en una visita al mecánico del coche, durante una breve ensoñación que se adensa extraordinariamente, y cuando la protagonista decide comprar un vestido y entra en el probador. Entonces la realidad experimenta una sacudida y sin dejar de ser la realidad habitual, la de todos los días, trasluce súbitamente presencias fantasmales que sumen a la protagonista en un torbellino de pesadilla. Esta ambigüedad es un logro notable de la cinta y que introduce un elemento de reflexión, además,  sobre la naturaleza imprevisible de la realidad.
Lo extraño, lo inquietante  producido bajo los radiantes rayos del sol,  me hace recordar aquellas fantasías literarias de escritores austríacos o nórdicos finiseculares que consideraban la hora más fantasmal, las 12 del mediodía, ya que en Grecia o en Italia, países que visitaban, el sol limpiaba de gente calles, avenidas o ruinas arquitectónicas. Recordemos la famosa novela Gradiva, de Jensen, que contiene varios pasajes al respecto, esenciales en la historia contada.



El material estético que el cine, como forma narrativa por excelencia, arrastra y conlleva, es tan poderoso que a veces se producen demiurgias por sí mismas. Digo esto porque en la linealidad horripilante del film, hay un par de momentos en que  asoma lo angélico, la esperanza, y no sé hasta qué punto, esta significación que yo capto, estaba de modo preciso, prevista por el director, o se trataba tan sólo de un modo de buscar la pausa en la acción inmediatamente anterior. Son los dos momentos en que la protagonista, huyendo del acoso de los espectros, se refugia en un parque y al mirar, alzando la cabeza, la frondosidad que le rodea, ve la luz del sol filtrarse a través de las ramas y escucha el piar de los pájaros. Es entonces cuando regresa a la normalidad,  los espectros desaparecen y recupera el aliento. El espectador, tras unos instantes de confusión y horror, también aterriza en la divina normalidad y respira aliviado. En momentos como estos, no deja de ser, también, confuso, aunque de signo bien opuesto, en quién depositamos nuestra salvación: en la energía del sol, en la divinidad que simboliza, en las cosas gratas de todos los días... 




La compacidad del film no sólo es efecto de su fotografía en blanco y negro: la música de órgano que suena a lo largo de casi todo el tiempo logra, con sus instantes de clímax, un intenso ambiente de extrañeza y unifica emocionalmente el desarrollo narrativo.  
Otro aspecto notorio, si no fundamental de la película es la estructuración espacial. Las tomas nocturnas de la carretera y el desierto, por ejemplo,  y de un modo fuertemente onírico, la feria abandonada con su gran sala de baile, ubicada en la orillas del gran lago salado, articulan un escenario general de sugestión y temor ante las presencias que se ocultan.
No hace falta destacar el fuerte y grotesco simbolismo que envuelve a la feria como lugar límbico  potencialmente pesadillesco y confín laberíntico de otros mundos.    
El final de la historia no es muy original y algo apocalíptico: obsesionada con la feria abandonada, la protagonista regresa allí varias veces hasta que, anocheciendo, las almas espectrales que por allí moran, la capturan, la matan y se la llevan. Parece sugerirse que la chica debió morir en el accidente y que finalmente, llevada por un instinto, a los lugares abandonados o desolados, acaba por cumplirse su destino.
Los detalles narrativamente ilógicos o caprichosos que he señalado no erosionan la facultad de la película, que funciona notablemente como representación de ambientes paranormales e inquietantes.




1 comentario:

Alberto dijo...

Parece interesante, me la conseguiré y ya te cuento...

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