UNA VISITA AL MUBAM
Es común la caricatura del
museo como un lugar, más o menos, semejante a un cementerio, como un sitio donde
las piezas que son supuestamente memoria del pueblo, permanecen tristemente arrumbadas
o colgadas en las salas respectivas, intentando evocar un orden. Reconozco que
si no tienes interés por el arte y la imaginación no cumple con su función de
avivar lo escuetamente presente, la primera impresión del museo, es la de un
reto que puede dar mucha pereza: vivificar todo ese grumo de imágenes, darles
vida simbólica, ubicarlas en tu emoción tras haberlo hecho con la sucesión
histórica a la que pertenecen sus conformaciones aparienciales y temáticas.
Cuando has hecho esto o mientras lo haces, la imagen del cuadro en cuestión, o
la pieza museística que sea, o la estatua que corresponda, es integrada a tu
emoción y disfrutas con esta densa operación instantánea de identificación.
Mi segunda visita al MUBAM,
ha consistido sucintamente en esto. El tiempo de que disponía no era mucho, de
modo que esta circunstancia, felizmente, más que provocar cierto caos en la
visita contemplativa, ha funcionado como un estímulo ordenador de la misión.
Las salas del museo murciano
están curiosamente ordenadas: las primeras, las inmediatamente accesibles al
público, son las correspondientes al siglo XX, y la siguientes, que ocupan dos
pisos, van retrotrayéndose en el tiempo: siglo XIX, XVIII, XVII, XVI. El viaje
en el tiempo se detiene en el período barroco, habiendo alguna pieza del XV.
Cuando decidí visitar el
museo lo hice con la intención de probar mi capacidad de alucinamiento discreto: ese estado fugaz de la contemplación que trasciende circunstancias y lanza la
obra pictórica que estés viendo a un flujo cósmico articulador de las imágenes, cuyo efecto y fin es integrarlas en el fulgor del orden representacional. Y con todo ello, sobre
todo, lo que para mí como gozador, antes que mero contemplador, resulta
prioritario es la capacidad de la obra de ser habitable, es decir, de provocar
un estado de ensoñación, un deseo de visitar lo que estés viendo.
Si en mis merodeos por salas
de exposiciones y confines semejantes no alcanzo ese grado de visionamiento que
podría traducirse como revelación de lo bello y lo enigmático, si la sorpresa o
la fascinación no se producen, creo verme como un rutinario turista más de esos
que pululan en centros de exposiciones, y terminan saliendo sin más historia
pero habiendo cumplido con un itinerario cultural previamente ideado.
No tengo un interés formal o
académico por el arte. Me enfrento al con- junto de imágenes de este modo,
caóticamente, pues lo que me interesa es el grado de impresión, la punción
atmosférica que el cuadro en cuestión sea capaz de producirme para que el viaje
estético se produzca y la realidad habitual que habitamos quede, por unos
instantes, postergada, suavemente apartada.
Hoy no disponía de muchas
energías contemplativas, pero la sensibilidad tampoco es que estuviera
aletargada.
En la sala más moderna, me
impactó enseguida una escena callejera de máscaras que recordaron bastante a
Solana y sus espantajos enmohecidos. Me fijé y no eran personajes con máscaras
sino que sus rostros parecían máscaras. Dos mujeres se enzarzan en una
discusión mientras un nutrido grupo de vecinos las rodea mirando el repentino espectáculo.
Las figuras eran caricaturescas, casi parecía la gran viñeta de algún tipo de
cómic chungo. Al comprobar la fecha, 1926, como suele ocurrir, me instalé
enseguida en el continente simbólico al que podría pertenecer esta escena y
pensé en ese grotesco venero de imágenes recias y espantosas a un tiempo que
fue el expresionismo pictórico. Comprobé también el nombre del artista y sentí
algo de rabia al no conocerlo: Luis Garay García. Había un par de obras más de
este pintor en donde ese cariz grotesco de lo típicamente expresionista se
torna en una propuesta más seria y ambiciosa. El cuadro La
barbería resulta un buen retrato social de los parroquianos habituales.
Casi es deprimente: todos los rostros más que serios, mórbidos de aburrimiento
y pesar. En un cuadro como este que casi huele, cómo se nota la reciedumbre de los talantes, la asunción
de un tiempo siempre igual, el tiempo monótono y carente de acontecimiento y de
vida, de lo existencial.
Si la intención de Garay era
la de criticar los sesgos comunes y provincianos de su tiempo, lo consiguió
notablemente con obras como esta.
En esta sala me topé con una
obra de Ramón Gaya. Sentí una leve fascinación temporal: lo lejana que me
pareció la obra al ver su fecha de creación y el recuerdo personal de mi
encuentro con el pintor, cuando coincidí con él en las salas de Caja Murcia.
Al entrar en la sala de las
obras pertenecientes al siglo XIX las sorpresas de carácter temporal fueron
multiplicándose.
La pieza que representa el
cuerpo del Señor descendido de la cruz y colocado en el suelo, yacente y
muerto, impresiona por su meticulosidad e impacto visual. Literalmente, estamos
viendo un cadáver. La palidez, la dimensionalidad física del cuerpo lo hacen casi palpable. La horizontalidad de la figura se ve replicada por el fulgor rojo apagado del
crepúsculo al fondo, como eco de la naturaleza ante la muerte del hijo de Dios.
En conjunto, toda una sólida composición decimonónica de morbidez funeraria.
Se trata de una obra de
Domingo Valdivieso. Apunto lo de decimonónico con toda intención: por mucha
piedad que el artista quisiera reflejar, la obra está preñada de un ambiente
lóbrego, característico del romanticismo sombrío. La figura sagrada ha sido un
pretexto para que el autor exhibiera su mejor hacer pictórico. Difícilmente una figura como esta en una
pintura puede convertirse en imagen de culto. Se trata de una imagen
perteneciente más al arte profano que al sacro. Domingo Valdivieso es autor de
otras escenas menos mórbidas y más encantadoras, primorosas estampas de la vida
burguesa. La clase de música, es un
ejemplo de ello. Lo que amo en esta imagen es el encanto cifrado de la época,
el pudor mezclado con cierta delicadeza.
En las salas pertenecientes a
los siglos XVII y XVI, me impacto enseguida una oscura pero monumental vista de
templo en ruinas. El cuadro, de dimensiones notables, ocupaba,
significativamente, el lugar en que se encontraba una pieza de Piranesi, según
creo recordar, pieza que supongo guardada en los fondos el museo.
Toda vista de un espacio
grande, sea un puerto, una plaza, la hondonada de un valle, en el que se
reparten, aisladamente, figuras humanas que parecen pulular por allí de un modo
gratamente perdido, suscitan la ensoñación espacial. Las famosas obras del
Bosco serían un ejemplo prototípico de ello. Aquí, se ven las contundentes
columnas de un viejo templo, del que ya no queda techumbre, por entre las
cuales transitan personajes anónimos distribuidos a placer ante la generosidad
espacial de esta Vedutta, de esta
vista. Tras las columnas, puede verse el mar y algunos barcos. Se trata pues,
de un antiguo templo romano situado en las inmediaciones de un lugar convertido
en puerto. El autor era anónimo. El motivo de una vista, sin más objeto que la
exhibición de un gran espacio y las columnas del templo casi desaparecido, es
decir, ruinoso, una escena prerromántica, en definitiva, junto al tono oscuro verdoso que había
adquirido con el paso del tiempo, le daban un aire onírico al cuadro. Pensé en
Dalí, en Chirico, y en ese surrealista belga a destiempo, Delvaux, por el hecho
de la distribución lúdica de figuras extrañas en un gran espacio convertido en
receptáculo virtualmente infinito, en paisaje indescifrable.
Ese carácter fantástico de
la imagen, me hizo pensar que muy posiblemente, no era lo que su desconocido
autor perseguía en aquellos años de 1600. Muchas escenas pastorales de esa
época, o simplemente, paisajes, adquieren cierto carácter numinoso por esa
densa presencia de la vegetación. Pienso en autores como Claude Lorraine, por
ejemplo.
Un cuadro de Juan de Solís, Hércules luchando contra el león de Nemea,
también presentaba estas características, aunque, en este caso, la tupida
brumosidad ofrecía un accidente en su ángulo derecho, el que da título a la
obra, unas pequeñas figuras que
representaban al héroe luchando contra el mítico león. Tal accidente se percibe
claramente pero queda sumido e integrado en el espacio mayor de la escena que
tiende a convertirse en un paisaje en el cual podemos divisar una lucha
extraordinaria sin que tal cosa afecte a la tranquila harmonía del lugar. Aquí
es la naturaleza la protagonista ya que asume como un elemento más de su opaco
despliegue la escenita con la lucha, una lucha que no nos asusta, que no hace peligrar
la identidad del conjunto visible.
He de señalar, a propósito
de presencias: qué solidez, qué impresión producen las obras del período
barroco. Al tenerlas delante de ti, aisladas del entorno y de los motivos sacros
del espacio de la iglesia, cualquier
figura de santo, santa, Cristo, etcétera, adquieren una monumentalidad
levitante que desciende a tu mirada como una aparición. Qué delicadeza de
gestos, qué humanidad temblorosa en los rostros, qué nobleza profunda, qué
altura del arte encarnada aquí en motivos naturales, rostros cualquiera,
entornos domésticos, que mantienen a través de una tensión interior
indescifrable una conexión súbita con esa otra altura sagrada que los llama o
ante la que se postran. Pensé que durante toda mi vida había estado viendo
muestras de este arte en pinturas, estampas, ilustraciones varias y es ahora cuando
percibo su grandeza inigualable, aunque por aquellas épocas de juventud rabiosa
yo prefiriese escenas a lo Dalí o a lo Bosco…
En las salas del MUBAM del
período barroco y del arte sacro de la provincia, tuve esa impresión de
conjunto: la suma de las figuras sagradas emprendían el vuelo en el preciso
momento en que yo colocaba el ojo en ellas (recordemos aquel ensayo de Juan
Benet El ángel del Señor abandona a Tobías con respecto a la misteriosa
articulación de la percepción estética y cómo pretendemos científicamente
definirla); los santos y las santas eran un solo bloque de drapeados que
agitaban sus pliegues gracias a corrientes etéreas.
Hubo un cuadro en concreto
con esta motivación, que me gustó. Se
trata de una Santa Inés, cuya autoría concreta no se conoce pero que se
identifica por el estilo y tema como seguidor de Guido Reni.
La figura mira hacia el
cielo con unos ojos absolutamente idénticos a los que pintaba el Greco. El
resto era ya menos semejante. La figura se recorta o emerge de la oscuridad y
sobresale de tal manera su busto, ofrece tal materialidad rebosante de lo oscuro
que parece una imagen, de momento, tridimensional y que pudiera tocarse. El
trabajo del óleo produce este reboso palpitante, esa viveza de realidad.
Quizá en otro tiempo o en
otro momento de mi espíritu, hubiera pensado que todo este rosario de imágenes
en cuasi éxtasis, no obtendría una valoración distinta a la meramente canónica
o propia del arte sacro, es decir, que independientemente de esa especificidad
iconográfica, tal número de estas representaciones no irían a funcionar sino
como imágenes cultuales, sin otra posibilidad de impresionar el alma que desde este
marco. Precisamente cuando decidimos definirlas como arte sacro es cuando
permitimos un acercamiento profano más libre, sin los condicionamientos de la
fe o de su pertenencia a un universo exclusivo.
Cuando la vida de uno se
mueve por derroteros que no habría sospechado hasta no hace demasiado tiempo,
cuando descubres que la realidad no es algo rígido ni excluyente sino que tiene
fisuras por las que percibir conformaciones sorpresivas, cuando te das cuenta
que hay instantes en que lo inconexo anteriormente, adquiere una transformación
y se produce cierta harmonización en ti, es cuando, - llegué a pensar- , alguna de estas imágenes
puede convertirse en un insólito referente en tus pensamientos si lo que
buscamos, secretamente, y a fin de cuentas, es la esperanza.
Con este tipo de reflexiones
acabé el recorrido museístico y salí a la calle: pensando que dejaba a mis
espaldas un nutrido grupo de testigos a nuestro íntimo favor; que ahí, en las
límpidas salas que dejaba atrás, se encontraba un apretado repertorio de
representaciones dispuesto a salir en nuestra ayuda y en la de todos cuando las
circunstancias pusieran a prueba a nuestra naturaleza. Nada como la complicidad
del arte para pensar que la salvación cuenta
con un comodín tan seguro.
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