¿Qué es la
realidad, un modelo probable sobre el que ensayar la utopía? Ya recordaba
Borges que el tiempo no podía ser un referente eficaz para comprender la
eternidad. Le incumbirá a la poesía, al arte, ser los mensajeros de lo único,
de lo máximamente inteligible. Pero el arte tiene- padece – su historia.
La gran diferencia entre el arte de antes y
el de hoy es que en el actual, extremadamente ideologizado y poseído por
pruritos de orden intrusista, se ha renunciado a construir un mundo
inteligible, una casa que el alma pueda visitar y en la que refugiarse. La
misión del arte es la de convertirse en una
convulsiva máquina de incomodar y desmontar presuntas manipulaciones del poder.
Teniendo en cuenta la prioridad de estas estrategias, ¿hasta qué punto el arte
actual es visitable y disfrutable como el arte de hace tan
sólo cien años? Toda obra de arte lleva implícitamente formulada una protesta.
La vigencia o el éxito de esa protesta medirán el valor y la permanencia de la
obra. Y a veces, la exégesis de los componentes y motivaciones de la protesta
pueden llevar décadas y siglos. Pero la obra artística no es meramente portadora
de mensajes, pues entonces correría el riesgo de verse convertida en panfleto:
la obra de arte es destino y revelación de un mundo. Es bajo esta perspectiva
que la obra de arte define arcádicamente su misión, constituyéndose en
emplazamiento específico, en lugar, en confinamiento formal, en ritmo y
espacio.
Son estas las características
básicas, estructurales que sitúan obras como esta, tan conocida y pionera, de Seurat:
Un
domingo por la tarde en la Isla de la
Gran Jatte.
Si uno se plantea
la génesis del paraíso, cómo puede ser moral y espiritualmente posible algo
semejante, por muchas especulaciones ético-teológicas que se desbriznen, no se
podrá evitar lo más elemental: el paraíso es un lugar. Esta noción espacial es
la que, para mí, define el objeto y la plenitud estética de obras como esta de
Seurat: ubicándola directamente en la percepción que articulará su contenido y
definirá la relación ordenada de lo visible en un conjunto harmónico. Una tarde de domingo
en la isla de la gran Jatte, es la representación de la felicidad, de
un paraíso ocasional en la tierra. No
importa que esta fuera o no fuera la intención de Seurat.
Cuando el pintor
decidió ubicar las figuras según las normas que el canon prescribe para su
representación en un friso, el recurso al clasicismo facilitó que forma y
contenido cumplieran su cometido de un modo particularmente eficaz y que el gran fin del arte se
ejecutara tan encantadoramente.
Es cierto que para algunos gustos y críticos,
este cuadro de Seurat así como su obra en general, producen una impresión fría, en tanto que se deriva de un método,
pero la limpieza del paisaje, la ausencia de toda anécdota que no sea el color
y el conjunto mismo, el hieratismo de las figuras, la sensación de compacidad
hormigueante, más que objeciones al distanciamiento e inhumanidad, también
pueden contemplarse como pretextos para la certera conjunción de la forma.
Podemos decir,
efectivamente que Seurat es frío, que no es expresivo, precisamente, salvo
quizá, en el color, y que compone sus obras según un método refrendado por la
ciencia óptica, lo que añade tecnología a un formalismo de raíz clásica. Pero,
independientemente de estos aspectos que son ciertos, yo colocaría la mirada y
la atención en el resultado final de sus obras, y de un modo singular en esta
de La tarde de domingo.., y con
serenidad interrogaría a nuestra sensibilidad acerca de lo que vemos.
Las “implicaciones
tecnológicas” de su puntillismo suponen colocar al arte en la vanguardia del
conocimiento y ello le llevaba a unas incidencias nada baladíes: el nuevo
concepto de materia que a fines del XIX comenzaba a emerger tras las
investigaciones en óptica, en electromagnetismo. La materia no era un tosco
confinamiento a algo compacto o rocoso, sino que era susceptible de
descomponerse en impresiones y microfulguraciones atómicas. Y este
descomponerse supondría ofrecer nuevos aspectos de lo aparente, de la materia.
Esto significaba, tanto conceptualmente como artísticamente, groso modo,
inaugurar el desfile de las versiones de la representación, hacer cómplice
eventual al nuevo conocimiento de la física, de un protagonismo, en aumento, de
lo subjetivo. Lo representado podría no ser la representación.
Si Seurat fue uno
de los inventores del puntillismo o el máximo exponente de esta tendencia, no
fue, sin embargo, inventor del atomismo. El puntillismo nos lleva al atomismo,
o bien, al revés, una representación tranquila y estándar del atomismo pictórico
sería el puntillismo. Si observamos las figuras de Una tarde de domingo…, comprobaremos que su aparente conformación
es algo ilusoria, que están a punto de descomponerse en pequeños puntos de
color, que si soplásemos las figuras se desharían en una suerte de arena
multicolor, revelándonos su identidad algo fantasmagórica, pues, en definitiva,
qué naturaleza es la de la impresión sino ser algo repentino y fugaz. Si las
formas están compuestas de pequeñas y minuciosas masas de impresiones, para el
atomismo, la materia consiste en partículas y vacío entre ellas. Qué hay entre
una y otra minúscula impresión de color en la imagen puntillista sino el vacío
actuando de adherente cuasi mágico de
tales impresiones.
La obra de Seurat
nos propone una nueva forma de interpretar la realidad, al tiempo que postula
un concepto nuevo y dinámico, sutil, de la materia. Esta aparente, latente y
obvia desmaterialización de la materia, encuentra en la pieza de Seurat una
representación encantatoria. Las piezas están inmóviles, pero no son una mera
mole, sino que están atravesadas de partículas luminosas y de vacío, interconectadas
en una fulguración que les da conformación y apariencia. Sí, la apariencia del
alma podría ser muy bien, puntillista.
La sutileza de la
ideación atomista se corresponde con la imagen puntillista, compuesta de
cientos de vibraciones luminosas creando los volúmenes y superficies de los
cuerpos. Quizá por todo esto, siempre he pensado que una representación
adecuada, con visos de precisión, de un
espíritu sería puntillista.
El cuadro nos
ofrece un lugar en un momento concreto, es decir, nos da una información espacio
temporal imposible de dividir: la gente parece encontrarse bien, disfrutando
del día de fiesta, disfrutando de no hacer nada salvo estar, mirando o
paseando. La sublimación que lleva a cabo el arte de toda percepción, lleva
aquí esta nota cronológica que añade más completud a la composición. Ha habido
críticos que han concebido esta obra como el colmo de los modos de vida
burguesa, pero como diría Buñuel acerca
del discreto encanto de la burguesía,
¿podríamos olvidarnos de la incordia de las ideologías y poder interpretar en
esta obra un instante, sin arrebatos místicos ni éxtasis, del paraíso terrenal?
El locus amoenus de toda una
sociedad, un locus colectivo. Un solo flujo, o mejor, una sola vibración hecha
de cientos de miles de vibraciones configuran a cada una de los personajes de
esta imagen, toda ella, la imagen global, una sola vibración luminosa. De qué
están hechas las almas y el conocimiento sino de luz…. Con más o menos modestia
y con minuciosa aplicación, Seurat nos regaló un instante global de serena
alegría y reposada plenitud. Si Demócrito le echara un vistazo a este cuadro
sentiría cierto aire de familia.
Un modo elemental e
inmediato de calibrar el alcance emotivo o representacional de la obra sería
imaginar una fotografía calcada de la obra pictórica. La fotografía, por muy
formal que estuviese realizada, me mostraría el valor de lo real, se limitaría a
este dato impositivo. Una foto nos mostraría enseguida aspectos “tocados” por
el tiempo, más o menos macerados, quizá algún punto de suciedad, papeles, gestualidad
de los rostros de los paseantes, etc.,,. La “limpieza” del cuadro nos ofrece
“formas puras”, trasciende lo marcesible. La imagen pictórica posee una singladura
distinta a la fotográfica, un aposentamiento ingrávido que atraviesa el tiempo representándolo y sin
quedar fatalmente enredado en él. En la fotografía hallaríamos inmediatamente
datos, más o menos anecdóticos, del paso erosionador del tiempo. En pintura, el
tiempo está como amortiguado, su impacto ha sido sustituido sin violencia por
una encarnación formal que pretende ser la vivencia de ese tiempo.
Podemos levantar
empalizadas teóricas, articular universos críticos a través de infinitud de
textos interconectados para informarnos acerca del origen histórico o estético
de una obra, para confirmar, al final, cuando volvamos la mirada a la obra, que
esta nos habla en un lenguaje distinto a las acumulaciones lógicas, el suyo, y
lleguemos a olvidar la crítica que hemos construido. La obra de arte posee un
destino que no acabamos de percibir en un primer vistazo o reflexión. La obra
de arte no es algo estático: cada acercamiento a ella inicia un nuevo
itinerario de comprensión y placer.
Miro con
tranquilidad el cuadro de Seurat y lo veo inocente de toda sospecha de
mecanicismo o inexpresividad. Permanece intacto a la puja encasilladora. La obra
de arte se encuentra en un punto remoto, inexpugnable a los tendenciosos rodeos
especulativos. La obra de arte nace de nuevo tras nuestro tormentoso litigio
conceptual.
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