La
vendedora de relámpagos ahumados
Era demasiado tarde
como para maldecir los fragmentos de historia que precedían a mi sueño, así que
me precipité en forma de ramo congelado sobre las escaleras y salí a la calle,
enderezándome en el último instante. No sé qué emblemas disipatorios se escupían
desde las caras de los pocos viandantes de la calle o que la atmósfera de la
calle vertía como lanzas amarillas, que terminé por retroceder, buscando los
caminos marginales. Para ello recitaba en mi interior: “molduras anales en los
puestos de grava, molduras espectrales para una nación de cabellos”.
Al volver una esquina
sentí ambientes pobres de principios de los sesenta, cuando el mundo comenzaba
a adquirir cierta solidez con la arquitectura que el cine americano publicitaba
en su cine, - ambas cosas, pobretería y
solidez podían coexistir en planos vivenciales sincrónicos – cuando vi a una
joven de perfil y que parecía sostener algo.
Oh, estrellas
abotargadas en mi garganta, qué es esa desnudez disimulada por una neblina, qué
es esa luz detenida en una sola aspiración de oxígeno, esa delicadeza de rubia
desolación.
Me acerqué a la joven,
que en ese mismo instante se desdoblaba en siluetas de cartón antiguas y
parecía pretender esquivar mi interés. Alargué la mano de modo salvaje y hundí
mi mano en la nube que la protegía. Ella cedió y se fue alejando en una suerte
de baile filmado al revés. Pero yo no creía en fantasmagorías fáciles a las siete
de la mañana en una ciudad como Frankfurt, así que me acordé de mis antepasados
rusos y también me deslicé en un baile
octogonal que sorprendió a los pardillos germánicos que pasaban por la rúa.
Fui detrás de la joven
que al salir de la ciudad y detenerse ante la orilla de un estanque perfectamente
putrefacto se giró levemente para mirar mi llegada poco imperial. Fui desoctogonándome
y perfilé mi ansia lírica ante los brezos oblicuos que crecían al borde del
agua. Decidí, entonces, identificar qué portaba la joven absurda.
La agarre de las
muñecas y sentí la desolación de los hielos perpetuos. Ella accedió y la
imaginé viviendo otras vidas más óptimas en otros parajes menos cosificados.
Agité sus brazos y un montón de plumas fosforescentes cubrió el suelo. Entonces
supe quién era: la cerillera de Andersen.
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