Decidí
conquistar Rajastán con un libro de poesías románticas y alquimia casera y por
ello pasé por la frontera murciana hacia aquel continente de rojeces galácticas
y cordilleras suntuosas, según cantaran viajeros antiguos. Cuando llegué un
guardia con la barba sumergida en un pequeño lago artificial se dispuso a
hacerme aprender la lengua específica que se habla en Jaipur. La cosa estaba
difícil porque el hombre hablaba en una frecuencia muy baja, tan baja como que
estaba tirado en el suelo. Pasé por encima de él, pensando que la lógica más o
menos formal me atendería, penetré la frontera de la ciudad hecha de ladrillos
con cara de lechuza y e ingresé en el universo jaipurano que flotaba en una
nube de polvo rosa.
En un
principio pensé que me había equivocado de país porque algunas mujeres llevaban
unas trenzas en lo alto de sus cabezas oscilantes en forma de hélice aplastada,
como si portaran el signo del infinito. Son sombreros mexicanos, pensé, pero era
imposible que las geografías quisieran jugar de tal manera con las longitudes,
las equidistancias y las presunciones epigráficas.
Los
hombres eran algo más uniformes que las mujeres pero sería una ilusión pensar
que allí había algo uniforme como no fuera el más delicado y persistente de los
caos.
Pasó un
tipo de casi dos metros con un traje de plástico, y advertí que disimulaba su
occidentalidad porque una vaharada de música electrónica le rodeaba. Pero
podría ser un brujo, me autorrepliqué en un eructo implosionado y entonces le
pellizqué el hombro, que pronto comenzó a bailar y a despedir junturas olorosas
y sedas provisorias. En efecto, me dijo,
soy un remedo de brujo, pero admiro a partes iguales al vino, al desierto rojo
y a Píndaro. Me condujo a su guarida porque deseaba enseñar al viajero
cromático que yo era, algo bonito de su tierra. Era una copia en un lenguaje
extrañísimo de una secta hindú de la Odisea de Homero. Tenía una antigüedad de
unos veinte mil años. Era tan antiguo o más que el texto del poeta griego. Esto
le añadía un interés fascinador, porque implicaba un absurdo temporal. El
objeto sobre el que se deslizaba aquella escritura afiligranada era una suerte
de cubo mineral. El brujo decidió darme una copia y de este modo quedé aún más
fascinado admirando y tocando aquel facsímil de algo imposible en el sillón
azul de la habitación del hotel donde terminé alojándome tras una lluvia, un conato
de guerra y una persecución idiota por gradas y pantanos.
Cansado y
fascinado por el embrujo que las eras y el pensamiento pueden obrar entre sí
fuera del universo lineal que habitamos, le daba vueltas y vueltas al objeto
mientras la etereidad del opio que también disfrutaba Coleridge en una
habitación conjunta a la mía, me sumía en balanceos sensoriales.
Pensaba
aplastar la melopea oriental presentándome como la encarnación divina de la
regla del tres por cuatro, pero este desenlace me hablaba de la eterna trascendencia
de lo universal a toda forma o concurso, así que me relajé ante la ventana y
decidí evocar la ventura de ser un habitante de este planeta sorpresivo que es el de todos.
La
cortina danzaba por una brisilla que la multiplicaba en gajos infinitos y
continuos. Un fragmento de mar gravitaba sobre la habitación cuando percibí el
frescor y la hondura insólita que hacía una aspiración mía de oxígeno. La
cortina giraba, se sucedía a sí misma sin cesar y la tarde se hizo en forma de perfil
de mujer dormida sobre una ventana. Me incorporé para en vez de divisar,
constatar que la tarde era, en efecto, un espectro femenino insinuándose al
vacío. En ese momento la mirada de cientos de seres emboscados en las sombras
azules de la tarde densa se fijó como una caricia sobre mí y comprendí que estamos destinados, dentro de lo raro y extraño, a ser hermanos. Sonidos
de flautas y rumores híbridos se espesaron en los confines de afuera, agitando
las aguas y los cabellos de las amantes
y la luna naranja rodó a mis pies en forma de labio tiernamente mordido.
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