jueves, 7 de noviembre de 2019

MARDISI. EPOCA ANDALUSÍ EN EL MUSEO ARQUEOLÓGICO DE MURCIA





Las exposiciones sobre la España medieval y andalusí tienen un dulce aire común: ese aire remoto sembrado de perfumes, sabores y texturas conformando una música ambiental de ensoñación y abandono. El distanciamiento temporal potencia lo pintoresco y purifica el índice de las sensaciones emergidas ante las formas culturales. El mundo medieval queda muy lejos, escapa de una reacción inmediata de indignación o desconcierto: está ingenuamente ordenado en las  miniaturas de los pálidos códices que tan encantadoramente se nos presentan a la atención. Y llegamos a admitir que como testimonio gráfico de la Edad Media, estas miniaturas son lo más significativo de tantos años de rigor y magia, de pasión religiosa y concepción del mundo.
El sábado pasado visité con premura, era el último día, una exposición sobre el gobierno de Mardisi, un líder árabe, en la zona de Murcia. Como acabo de comentar, esas impresiones generales de carácter exótico volvieron a producirse y ello me hizo reflexionar. Cómo es que en los lugares en los que he vivido y vivo, se produjese una civilización y unas culturas que al evocarlas a través del tiempo y de la historia acaben conformando una imagen tan edénica y exótica, tan curiosa y fascinadora.  Admitiendo esta proximidad espacial, es el dato temporal el que porta la información desasosegante: el domeñamiento de la naturaleza, la conversión del campo en huerta exuberante ¿se hubiera dado sin la intervención de esa cultura extraña que representaban los árabes?



Lo medieval está signado por un aura de encanto e inmaterialidad. Me refiero al contundente medievo cristiano. Pero hay que contar, aunque ello me produzca cierta estupefacción, con ese lapsus que del mismo modo que, sorpresivamente, se dio y aconteció, se revolvió más o menos paulatinamente sobre sí mismo y desapareció de las tierras hispanas: el lapsus andalusí.




Las exposiciones sobre civilizaciones pasadas o culturas antiguas poseen, independientemente de sus intenciones didácticas, un poder narcótico. Esa sucesión de fascinadoras inscripciones  sobre estucos o granulosos fragmentos de piedra, esas delicadas jarritas de cristal en las que son visibles las junturas pegadas, esas arquetas de marfil de tan delicada factura, esos humildes pero efectivos candiles que arrojarían cimbreantes sombras sobre los lienzos de las paredes, esos cuencos, esos jarrones, esas piececitas de oro o plata, que nos hablan de la vida doméstica, de la vida íntima, esas piezas representando animales fantásticos o leyendas sagradas, esos restos de una columna, o de un capitel solitario, esos dibujos descoloridos de figuras apenas discernibles sobre porosas superficies que parecieran disolverse en las manos si osáramos oprimirlas: toda esta sucesión de objetos no son meros recuerdos de una plenitud perdida, son testigos todavía, de un habitar y de un poseer la tierra y el mundo. Y las cadencias que los llevan a nuestra percepción y memoria definen una realidad: el orden, la belleza que la cultura en cuestión, encarnó y a través de la cual entendió el universo. 



Yo me siento feliz contemplando estos fragmentos históricos: son muestras efectivas de una soberanía, la que representó la civilización que las produjo. Me siento, además tranquilo, porque a pesar de las condiciones que también toda religión, cultura o sociedad lleva consigo mientras que se sucede su fenómeno, lo que tales fragmentos me relatan es la articulación de una inteligencia global y precisa según su ámbito, cómo ese animal simbolicum que es el hombre, transformado en ente social, ha construido y expandido los límites de su conocimiento, respondiendo a las necesidades que tal sociedad planteaba para existir cómodamente. De ahí lo de la soberanía. Contemplando estos fragmentos de aquella época, de aquel medievo místico y arcaico a la vez, resulta ingenuo establecer competencias entre lo antiguo y lo moderno, imaginar un enfrentamiento en desarrollos y hallazgos. Los objetos que contemplo son la respuesta al misterio de la vida y a los jalones de su progreso. El hombre medieval vivió su orden, su intensidad y quizá, también, sufrió por lo que todavía ni soñaba alcanzar. Cada época cubre un límite, rellena un protocolo tácito, articula sus gradaciones simbólicas, establece los compartimentos estancos en los que dar solución a lo que entonces se demandaba a ese respecto. Luego, establecidos los confines de las culturas, empieza el juego histórico de las comparaciones y las digresiones, la tendencia falsaria de las comparaciones y los encasillamientos. Teniendo ante nosotros todo lo que sobre mítica, filosofía se escribió en el  medievo, lo que supusieron las construcciones de catedrales, el material empleado en vidrieras, en códices, en música, resulta normal la indignación de un Umberto Eco en su día, con respecto a los estereotipos sobre este período.




Hay objetos que por sí solos llaman la atención y son suficientemente expresivos del ingenio humano y de la imaginación. Esa Quimera descabezada que veo dentro de su límpida vitrina, podría haber sido esculpida, indistintamente, tanto por un cristiano como por un musulmán. El monstruo atraviesa las alucinaciones de ambos pueblos porque es anterior a todos ellos y se ha convertido en legado universal de lo fantástico y de la mitología. Su figura emerge de las manos invisibles que la moldearon y llega aquí, a mí, que la observo entretenido, 700 años después.



Contemplo un jardín medieval musulmán, esas terrazas demasiado implacables que rodearían una residencia regia en Murcia hace casi mil años. Esa dureza de la geometría acariciada, ablandada por los cursos de rumorosa y dulce agua, me hace soñar. Qué riqueza hubo por aquí hace todos esos años, que sofisticación y lujo, contradiciendo que en los tiempos pretéritos se viviera peor por el presunto menor desarrollo tecnológico. Esta consideración vuelve a subvertir la imagen inercial del paso del tiempo: algo que ubicado en un pasado más que centenario ofrece una satisfacción contemporánea.     
Creo que el conjunto de todos estos fragmentos, objetos y sustanciales restos articulan un mensaje final y este mensaje propicia la esperanza y la victoria de la concordia. Ante la hosquedad de tiempos primitivos o ante el espanto bélico en que también se ha sumido el hombre, la sensación global de una exposición como esta me lleva a confiar en la sapiencia humana. Hemos hecho esfuerzos para inventar artilugios que facilitaran tareas cotidianas, hemos trabajado en idear convenios entre distintas sociedades, hemos diseñado estrategias para abordar la realidad física, la realidad inmaterial, la realidad humana, y el resultado, tras la avalancha universal del tiempo, muestra dispersamente los logros en muestras como esta. Es lo que veo. Lo que fue un período luengo de la humanidad, supuso el mundo definitivamente para los que vivieron en tal período, por ello intento ubicarme en aquellos difíciles lances y lo que advierto en esta exposición podría valer para cualquier otra maestra de la antigüedad: el grado de resolución que la audacia humana desarrolló ante el conflicto que las distintas necesidades vitales planteaban al propio hombre, a la sociedad, a las ciudades en las que evolucionaban.  





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