Las exposiciones
sobre la España medieval y andalusí tienen un dulce aire común: ese aire remoto
sembrado de perfumes, sabores y texturas conformando una música ambiental de
ensoñación y abandono. El distanciamiento temporal potencia lo pintoresco y
purifica el índice de las sensaciones emergidas ante las formas culturales. El
mundo medieval queda muy lejos, escapa de una reacción inmediata de indignación
o desconcierto: está ingenuamente ordenado en las miniaturas de los pálidos códices que tan
encantadoramente se nos presentan a la atención. Y llegamos a admitir que como
testimonio gráfico de la Edad Media, estas miniaturas son lo más significativo de
tantos años de rigor y magia, de pasión religiosa y concepción del mundo.
El sábado pasado
visité con premura, era el último día, una exposición sobre el gobierno de
Mardisi, un líder árabe, en la zona de Murcia. Como acabo de comentar, esas
impresiones generales de carácter exótico volvieron a producirse y ello me hizo
reflexionar. Cómo es que en los lugares en los que he vivido y vivo, se
produjese una civilización y unas culturas que al evocarlas a través del tiempo
y de la historia acaben conformando una imagen tan edénica y exótica, tan
curiosa y fascinadora. Admitiendo esta
proximidad espacial, es el dato temporal el que porta la información
desasosegante: el domeñamiento de la naturaleza, la conversión del campo en
huerta exuberante ¿se hubiera dado sin la intervención de esa cultura extraña
que representaban los árabes?
Lo medieval está
signado por un aura de encanto e inmaterialidad. Me refiero al contundente
medievo cristiano. Pero hay que contar, aunque ello me produzca cierta
estupefacción, con ese lapsus que del mismo modo que, sorpresivamente, se dio y
aconteció, se revolvió más o menos paulatinamente sobre sí mismo y desapareció
de las tierras hispanas: el lapsus andalusí.
Las exposiciones
sobre civilizaciones pasadas o culturas antiguas poseen, independientemente de
sus intenciones didácticas, un poder narcótico. Esa sucesión de fascinadoras
inscripciones sobre estucos o granulosos
fragmentos de piedra, esas delicadas jarritas de cristal en las que son visibles
las junturas pegadas, esas arquetas de marfil de tan delicada factura, esos
humildes pero efectivos candiles que arrojarían cimbreantes sombras sobre los
lienzos de las paredes, esos cuencos, esos jarrones, esas piececitas de oro o
plata, que nos hablan de la vida doméstica, de la vida íntima, esas piezas
representando animales fantásticos o leyendas sagradas, esos restos de una
columna, o de un capitel solitario, esos dibujos descoloridos de figuras apenas
discernibles sobre porosas superficies que parecieran disolverse en las manos
si osáramos oprimirlas: toda esta sucesión de objetos no son meros recuerdos de
una plenitud perdida, son testigos todavía, de un habitar y de un poseer la
tierra y el mundo. Y las cadencias que los llevan a nuestra percepción y
memoria definen una realidad: el orden, la belleza que la cultura en cuestión,
encarnó y a través de la cual entendió el universo.
Yo me siento feliz
contemplando estos fragmentos históricos: son muestras efectivas de una
soberanía, la que representó la civilización que las produjo. Me siento, además
tranquilo, porque a pesar de las condiciones que también toda religión, cultura
o sociedad lleva consigo mientras que se sucede su fenómeno, lo que tales
fragmentos me relatan es la articulación de una inteligencia global y precisa
según su ámbito, cómo ese animal
simbolicum que es el hombre, transformado en ente social, ha construido y
expandido los límites de su conocimiento, respondiendo a las necesidades que
tal sociedad planteaba para existir cómodamente. De ahí lo de la soberanía. Contemplando
estos fragmentos de aquella época, de aquel medievo místico y arcaico a la vez,
resulta ingenuo establecer competencias entre lo antiguo y lo moderno, imaginar
un enfrentamiento en desarrollos y hallazgos. Los objetos que contemplo son la
respuesta al misterio de la vida y a los jalones de su progreso. El hombre
medieval vivió su orden, su intensidad y quizá, también, sufrió por lo que
todavía ni soñaba alcanzar. Cada época cubre un límite, rellena un protocolo
tácito, articula sus gradaciones simbólicas, establece los compartimentos
estancos en los que dar solución a lo que entonces se demandaba a ese respecto.
Luego, establecidos los confines de las culturas, empieza el juego histórico de
las comparaciones y las digresiones, la tendencia falsaria de las comparaciones
y los encasillamientos. Teniendo ante nosotros todo lo que sobre mítica,
filosofía se escribió en el medievo, lo
que supusieron las construcciones de catedrales, el material empleado en
vidrieras, en códices, en música, resulta normal la indignación de un Umberto
Eco en su día, con respecto a los estereotipos sobre este período.
Hay objetos que por
sí solos llaman la atención y son suficientemente expresivos del ingenio humano
y de la imaginación. Esa Quimera descabezada que veo dentro de su límpida
vitrina, podría haber sido esculpida, indistintamente, tanto por un cristiano
como por un musulmán. El monstruo atraviesa las alucinaciones de ambos pueblos
porque es anterior a todos ellos y se ha convertido en legado universal de lo
fantástico y de la mitología. Su figura emerge de las manos invisibles que la
moldearon y llega aquí, a mí, que la observo entretenido, 700 años después.
Contemplo un jardín
medieval musulmán, esas terrazas demasiado implacables que rodearían una
residencia regia en Murcia hace casi mil años. Esa dureza de la geometría acariciada,
ablandada por los cursos de rumorosa y dulce agua, me hace soñar. Qué riqueza
hubo por aquí hace todos esos años, que sofisticación y lujo, contradiciendo
que en los tiempos pretéritos se viviera peor por el presunto menor desarrollo
tecnológico. Esta consideración vuelve a subvertir la imagen inercial del paso
del tiempo: algo que ubicado en un pasado más que centenario ofrece una
satisfacción contemporánea.
Creo que el
conjunto de todos estos fragmentos, objetos y sustanciales restos articulan un
mensaje final y este mensaje propicia la esperanza y la victoria de la
concordia. Ante la hosquedad de tiempos primitivos o ante el espanto bélico en
que también se ha sumido el hombre, la sensación global de una exposición como
esta me lleva a confiar en la sapiencia humana. Hemos hecho esfuerzos para
inventar artilugios que facilitaran tareas cotidianas, hemos trabajado en idear
convenios entre distintas sociedades, hemos diseñado estrategias para abordar
la realidad física, la realidad inmaterial, la realidad humana, y el resultado,
tras la avalancha universal del tiempo, muestra dispersamente los logros en
muestras como esta. Es lo que veo. Lo que fue un período luengo de la humanidad,
supuso el mundo definitivamente para los que vivieron en tal período, por ello
intento ubicarme en aquellos difíciles lances y lo que advierto en esta
exposición podría valer para cualquier otra maestra de la antigüedad: el grado
de resolución que la audacia humana desarrolló ante el conflicto que las
distintas necesidades vitales planteaban al propio hombre, a la sociedad, a las ciudades en las que evolucionaban.
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