Confieso
que tras la untuosa sesión que me han procurado los versos de este largo poema,
sólo secuenciado por un par de pausas, el hallazgo, cerca del final, de: Nunca me he probado palabras como putas sostenes, más que a tono confidencial me
ha sonado a exabrupto, directamente.
Cierto
es que lo formal, incluido, hasta cierto punto, lo que suele conceptuarse como licencia poética, puede convertirse en pretexto para invocar
todo motivo u objeto, sin rendir cuentas a la realidad. Esto es legítimo cuando
sirve para preservar la cohesión del
poema, el conjunto harmónico de la obra. Dentro de este registro cabe la
llamada metafórica a los campos de batalla, motivo tan poética y épicamente
fecundo, aunque ya un tanto anacrónico, pues hace bastante tiempo que los
campos de batalla de verdad dejaron de ser motivos de ensayo poético. Sólo
conservan este cariz los antiguos, es decir, de los que no tenemos fotografías
y en los que no se produjeron, ni por asomo, intentos de genocidio ni simples
crímenes.
A excepción
de estas dos matizaciones, este poemario último de Carnero nos vuelve a
demostrar al maestro que es el autor valenciano, por un lado, y por otro, que la poesía es el territorio exquisito para la
expresión y para la más profunda de las demandas. El poder de la música para
avivar la memoria, las alusiones a pintores de la época renacentista y prerrafaelista
o rincones de Lisboa henchidos de belleza recóndita, son los elementos de un
escenario que fluye al son de los versos y nos descubre qué margen es el que
escoge el poeta para cribar su veredicto. En este sentido, sorprende la
independencia que Carnero sostiene en la elección de sus temas y musas, ante la
multitudinaria broza que intenta amontonarse, diariamente, ante las puertas de
nuestros humildes refugios. Todavía, desde la creatividad poética es posible
trazar los itinerarios de tiempos propios y de sensibilidades no enajenadas.
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