CIRCUNSTANCIAS
DE LA SIESTA
He disfrutado
de la fantasmidad solar de las siestas. De modo especial y casi formal, con la
práctica fotográfica, que ha sido, también,
la práctica de una poética. Tal poética
se articulaba espacialmente y situaba el instante de la revelación en ese momento
fugaz y entrañablemente pródigo, que se producía cuando, mientras caminaba o
señalaba motivos para fotografiar, el abandono que alentaba los lugares que
escogía para deambular con la máquina, propiciaban la ensoñación y era el
propio tiempo lo que te rodeaba con su cerco invisible y te sumía en la
ingravidez fascinada.
Recorría,
los sábados por la tarde, las periferias de las ciudades que podía visitar sin gran riesgo de perderme – Murcia, Alicante,
Elche - y me desplazaba alerta,
pendiente de reflejos, sombras, casualidades visuales, peregrinas
conformaciones en torno del paisaje semiurbano…
El placer,
el secreto místico de disfrutar de las luminosidades espectrales de la siesta,
consistía, elementalmente, en el aislamiento, paradójicamente, que la potencia
de la luz podía producir en el ámbito de lo que iluminaba, es decir: el tiempo
se replegaba sobre sí mismo, la siesta era una hora invisibilizada, suspendida sobre
el propio tiempo. Mientras andurreaba por ahí con la cámara a cuestas a las
seis de la tarde de un día de junio, por ejemplo, había un momento en que, bajo
la luz contundente del sol, me encontraba fuera de la historia y de la memoria
de los vivos. La sensación era tan intensa como embriagadora. No era una
sensación fatalista ni de tintes destructores. Simplemente, habitar tanta luz
te borraba de la vida corriente, de la conciencia concreta y fluyente. La siesta
es una suspensión del tiempo y del espacio dentro del espacio y del tiempo. Lo remoto,
en ese instante era el mundo, pero también tu protesta, tu inicio de reacción a
ser aniquilado entre olas de luz. Ningún camuflaje más sutil. Estar velado por
la luz, estando a plena luz.
Esta imagen
corresponde a uno de los primeros carretes en blanco y negro que utilicé, en
mayo de 1991.
Tras la
lonja de Murcia, por aquella zona, me fui alejando cada vez más del centro
visible, hacia casi el límite de la ciudad. Me encontré con unas edificaciones
recientes, con bajos todavía vacíos o semivacíos, en los que apenas se habían
instalado los comercios.
Ante el
ventanal de uno de aquellos bajos, me fijé en el juego de reflejos que hacía el
cristal, y disparé el objetivo.
Se trata
de un paisaje pobre, sólo extraordinariamente vivificado en su escasa representatividad
por la luz que se extendía. Los signos dispersos de actividad que se divisan
por el cristal, la demarcación del espacio casi vacío, la fusión de imágenes
bajo la compacidad transparente de la luz, el aire de confusión y de abandono...
Todo esto es lo que puede percibirse en la foto, esto es lo que compone su
narrativa mínima. Y es en esa pobreza, en ese desierto poblado de nada y de puros
reflejos, en donde yo me he sumido hasta asemejarme a los objetos, a las
purezas y virtualidades de las cosas, - abismo
blanco y modesto, espacio neutro de la mirada ansiosa- lugar sin confinación en
el que me soñé visitador de las sustancias y de las etéreas conformaciones. Y reparar
que este tipo de fotografía que capta espacios desolados tomados por la luz
esconde una alusión elogiosa al poder de la vida: permitirnos el lujo de lo
pobre, sabiendo que la imagen es una generosidad lírica de esa confianza en las
energías de lo vivo.
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