En
definitiva, para conocernos y comunicarnos, para instalar el punto estratégico
desde el cual lanzar nuestros mensajes a los demás, ¿quiénes somos, de entre
todas las personas verbales: nosotros, ellos, aquellos, o, simplemente, nos
ubicamos en la primera unidad reconocible: el yo abismático y concreto, el yo
irrenunciable y polémico?
La
cuestión no es nada banal, casi diríamos que alude al interrogante con
implicaciones éticas y filosóficas más crucial: no se trata de saber quiénes
somos de modo permanente, qué identidad nos pertenece, qué identidad somos,
sino cuál vamos a representar; cuándo, ante el mundo y los otros, nos toca ser
nosotros, ellos o yo mismo. Se trata de una cuestión de ubicación espacial y
sentimental, de estrategia conceptual.
Rafael
González Serrano utiliza un lenguaje de imágenes dinámicas y precisas, de larga
resonancia, para evocar una memoria que
nos ilustre, en un primer momento, sobre la historia y las pertenencias propias
de estas personas del verbo que al articularse, despliegan una versión distinta
de universo.
Cada
persona del verbo, tanto las formas singulares como, especialmente, las plurales,
son unidades mitológicas del Ser cuya intensidad y veracidad el poeta, parece querer
rastrear para reconstruir la gran épica secreta
de cada uno de nosotros y comprobar cuál es el grado de satisfacción en la
empresa realizada a lo largo de la vida. Es urgente que sepamos qué lazos son
los que constituyen nuestra identidad común si no queremos que el tiempo arrase
con nuestro vacilante testimonio. Y en este lance, la propiedad verbal, el
formalismo de los textos, se han revelado, también, difusos. A pesar de la
potencia de lo que la palabra pueda comunicarnos, hay una vacilación final que
no acaba de solucionarse: lo que creíamos que perdura, se va desvaneciendo a la
luz de nuestras evocaciones más fieles. Vívidamente, escribe: Pero ni la palabra encinta,/ni la disciplina
de lo fragmentario,/ni el crisol del sintagma/nos enseñaron que ese verbo/ era
un tatuaje desvaneciéndose/en la piel de los segundos/que alimentan la
exactitud.
Desde
Nietzsche ya sabemos que sin gramática no hay ontología.
Para
el poeta, las normas pueden ser como columnas de aire: existe hacia ellas una
consideración respetuosa que implica la subversión a la hora de imaginar
nacimientos nuevos del ser. En este sentido, la nominación clarividente de lo
plural, la integración de lo diverso en lo uno, es todavía una aspiración a
cierta harmonía. Es por ello que la primera persona del plural no haya perdido
ciertas implicaciones éticas y de esperanza:
Nosotros/….como en el origen del universo. He ahí un vínculo. En el
nosotros no hay enajenación, hay una memoria, un deseo de estar bien en
comunidad y en el reconocimiento.
La distancia entre las distintas personas
del verbo implica una gradación entre ellas de orden emotivo, social y mental.
Entre el nosotros y el vosotros, hay una mayor cercanía,
incluso, una más próxima semejanza que entre estas personas del verbo y el ellos, la tercera del plural. ¿Quiénes
son ellos: son los extranjeros, los raros, los distintos a nosotros, los
extraños, los enemigos, los otros…
Esta
mecánica de relación humana es la que se muestra en la que, podríamos llamar,
la segunda parte del poemario: la amenaza que para “nosotros” y “vosotros”,
supone el advenimiento de “ellos”. Si en los primeros poemas se insinúa un
desencanto con respecto a la función de las identidades de las primeras
personas del verbo, apuntando a cierto desasosiego metafísico, en los últimos
poemarios, se trasluce con claridad el pánico que ellos representan y la
inseguridad que significan para nuestro futuro. Qué curioso que las propiedades
de las dos primeras personas del plural determinen tan nítidamente las
diferencias con respecto a la tercera, ese amenazante ellos, que conceptuamos como los extraterrestres, los periféricos
de nuestro sistema y de nuestra sensibilidad.
Rafael
González Serrano también insinúa otra funciones de las personas verbales: o
bien, marcas que articulan nuestra historia personal y anímica; o bien, como
señalizadoras elementales de la alienación: el espanto súbito que nos atraviesa
precisamente porque hemos descubierto que hemos dejado de ser “nosotros” (para
ser “otros”, para no ser nadie…).
Afortunadamente,
porque sabemos que al ser “nosotros” nunca seremos “ellos”, podemos estar
relativamente tranquilos, aunque quizá sea esta, otra forma, la más sutil, de
enajenación de nuestra presunta identidad.
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