Simmel
dijo que a través de las ruinas el arte, el mundo de las formas, regresaba a su
origen material y primero, a su estado amorfo y arcaico. Si esto podemos aceptarlo así, qué son los
cuerpos petrificados, casi vitrificados por las cenizas y la lava del Vesubio,
cuando estalló en el año 79 d. C. y la ciudad fue sepultada…
Podemos
interpretarlo de dos maneras que convergen y que son una. La naturaleza no
permanece estática, necesita extenderse y reubicarse. El planeta experimenta
desplazamientos internos y en este punto las contracturas pueden ser
espectaculares. La tierra, al reaccionar
de esta manera, está cumpliendo con la más básica ley vital que le es propia:
el movimiento físico.
La
naturaleza es un proceso, como dijo Whitehead, y de tal proceso pueden
derivarse efectos inerciales, circunstancias sorpresivas. Centenares de años después de que produjera la
explosión del volcán, en una operaciones varias, se descubren los restos enterrados
de la ciudad y los cuerpos de sus habitantes, lo que viene a ser como la
segunda parte de la acción de la tierra: los cuerpos de los aplastados por la
explosión del volcán, son las obras de
arte que la deposición milenaria de la tierra y el tiempo han producido.
Los cuerpos de hombres, mujeres, niños e incluso animales, petrificados en el
gesto que hicieron justo en el momento de morir, son la producción química de
la colisión definitiva entre hombre y naturaleza, la producción metamórfica de
las energías telúricas.
Los
cuerpos se han convertido en estatuas y la fascinación que produce su
visionamiento es que la vida haya sido
extraída de tal fulminante manera, para ser
convertida en objetos, resto de tierra con una configuración propia.
Los
siglos pasados no atenúan la impresión si nos fijamos en los contornos de los
cuerpos, en la contracción de sus miembros o, por el contrario, en la blandura
de sus posiciones cuando estos han sido sorprendidos durante el sueño.
Que
la naturaleza nos ofrezca fósiles como producto de la paulatina configuración
gravitatoria de sus estratos, nos asombra: nos hace pensar en la inmensidad del tiempo,
en la sucesión oscura de los siglos y de la vida vegetal y animal. Un grado de
estupefacción y fascinación mórbida crece si tal fósil lo es de personas
humanas.
Ese
perro retorcido que se encontró en una de las calles desenterradas de la
ciudad, esa calavera con el resto del cuerpo ondulante y otrora carnoso que apareció
sobre los restos de un lecho, exhibidos hoy en distintos museos, qué
estatuto de verdad obtienen, qué
significan ante una reflexión sobre el hombre y la memoria.
Engastados
en los pisos arenosos, desgajándose de otros fragmentos informes de tierra
polvorienta, ¿en qué pintoresco estamento de la naturaleza, en qué grado de lo
real ubicar estos cuerpos de piedra que parecen dormir, repentinamente, para
siempre, captados por la ceniza protectora antes de que se diluyeran entre los
cascotes y las esquirlas pétreas?
Cómo
no arrobarse de terror ante la petrificación de lo que fue pálpito, pasión, voz,
movimiento… Ante determinados procesos
naturales, la presencia divina prefiere ausentarse. Cómo no sumirse en la
perplejidad ante esta jugada insólita de la naturaleza que nos devuelve el
recuerdo de la vida en forma de cruel signo de su poderío demiúrgico.
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