Esta
situación me ha hecho recordar aquello de “¿Para
qué poetas en tiempos de miseria?, es decir, qué tipo de prioridad puede tener la escritura poética cuando la
gente se ve obligada a estar recluida y el planeta entero está colapsado. En
principio uno diría que prioridad, ninguna: nada más inútil o de remota urgencia
que la poesía en el momento en que un virus acosa nuestra salud. Pero algún
papel, pese a todo, podemos imaginarle a la imaginación escrita. Artaud decía
que la poesía sirve para purgar angustias. He ahí una utilidad precisa y
ultrapersonal: escribir, si no poesía, escribir para, al menos, situarnos por
encima de las circunstancias y poder relatarlas y describirlas. Trascender
desde la escritura este extraño trance de vernos reducidos a la inmovilidad, a
la cuasi invisibilidad existencial.
He
estado viendo unas filmaciones del año 66 de Anne Sexton. Me han fascinado. Sin serlo ni querer parecerlo,
semeja una actriz: sensualidad en la voz, pose naturalmente encantadora,
facilidad para recitar, para “interpretar” y exultante de un erotismo que le
atraviesa todos los poros. Es una deliciosa señora de la burguesía norteamericana
del momento con una anomalía, no sé si endógena o exógena: brotes esquizofrénicos
y nerviosos que destruyen lo que, de otro modo, sería el jubiloso orden
doméstico en que vivía como representante de una considerable clase social. Viendo fotos suya en la playa, en parajes
turísticos, en la piscina, en casa rodeada de libros, posando con el árbol de
navidad detrás, ante la máquina de escribir esgrimiendo con voluptuosa maestría el imprescindible
cigarrillo, me sumía en una mórbida estupefacción reparando en cómo murió.
Resulta curioso que fuera su terapeuta quien le propusiera escribir. Es decir,
que no fue una poeta instintiva, que podría haber hallado en otra práctica o en
otro lenguaje el modo idóneo de alejarse de su problemática interna y darle
conjuratoria imagen.
Ayer tuve
el atrevimiento de internarme en zonas cero de Orihuela para proveerme de mi batido de chocolate favorito. Confieso
que iba algo nervioso. Más que temer algún tipo de sanción, no quería pasar la vergüenza
de que la poli me llamara la atención como si fuera un irresponsable mozalbete.
Durante mi “internamiento” por las calles luminosas y solitarias, pensé en lo insólito
de las circunstancias: se ha vuelto peligroso y casi delictivo, aproximarse a
supermercados bien alejados del domicilio personal. Cómo pueden poblarse de
hostilidad las relaciones sociales, cómo puede todo cambiar de modo tan
vertiginoso. Me acordaba de la filosofía de Deleuze, de su advertencia sobre la imprevisibilidad absoluta de la
realidad. Es verdad. Tampoco nadie previó el ataque a las torres gemelas. La astrología
tiene su encanto simbólico, pero sobre la piel de la realidad nadie puede prever
el súbito acontecimiento que lo cambiará todo. Por la noche, esta incursión en
busca de dulce, me pasó factura. Tuve una pesadilla: marcho con un niño de unos
seis años y me encuentro perdido en el bosque, temiendo el ataque de osos gigantescos que se
van aproximando donde estoy. Me meto en una cueva y descubro unas fotos muy
antiguas enmarcadas. Son casi daguerrotipos. Mientras examino las vetustas
imágenes, los osos están ya a la entrada de la cueva.
Durante
la cuarentena, un hombre ha matado a su mujer y después se ha entregado a la
policía. Este gesto de entregarse parece que esté demostrando de un modo
irritante y mecánico la irremediable fatalidad con que había realizado su
crimen, como diciendo que lo tenía que hacer sí o sí, para después, tranquila y
consecuentemente, entregarse a la policía. En las noticias han pasado imágenes
de manifestaciones feministas y de nuevo he vuelto a sentir la perspectiva errónea
que implica juzgar, condenar a alguien por este criterio, el de género, como si
todos los hombres fueran el mismo
individuo. Está claro que existen determinaciones genéticas o fisiológicas que
las personas del mismo género pueden compartir, pero es uniformar de un modo
insólito la subjetividad de tales personas el someterlas al mismo juicio. Para mí,
otro hombre puede parecerme un alienígena, hablar otro lenguaje, con respecto a mis gustos, a mi modo de ser, a
mis preferencias. Es como si usáramos este otro criterio: juzgar a la gente por
compartir el mismo tipo de nariz. Las manifestaciones feministas son
necesarias, pero hay algo ahí que falla, hay algo en ese planteamiento que (me)
sigue produciendo frustración. Falta afinar más o de otro modo el objetivo.
1 comentario:
Muy interesante.
Publicar un comentario