En
una nota anteriormente editada, he citado el cuento de Borges, El Aleph.
Efectivamente, el personaje que descubre el objeto mágico de El Aleph y
contempla extasiado, aniquilado, el flujo de la historia en él, lo hace sumido
en un profuso llanto. ¿Pero, de qué llora este personaje: de alegría, de
tristeza, de espanto? Es difícil describir de qué llora, cuál es la causa de
este llanto extático. ¿De una patética mezcla de lo bello y de lo que ya no existe
? ¿De la inmensidad indescriptible del universo y por lo tanto, de la realidad
de su misterio profundo? ¿De la posibilidad de la esperanza al comprobar cierta
analogía existencial, cierta semejanza vital en el destino común de todo lo
existente? ¿Del origen divino tanto de las criaturas y mundos como de nosotros
mismos?
Estoy
leyendo la novela breve Andanzas de un
inútil del escritor alemán y romántico, Eichendorf. ¿Cómo es que las imágenes que más me fascinarían de esa
época, primeras décadas del romanticismo, me las está suministrando esta obra
tal y como yo creía o imaginaba que iba a ser: descripciones de crepúsculos, de
tardes en el campo, de reflejos de luz filtrándose por la ventana, etcétera?
Cómo es que la ficción se hace cargo de todo un mundo de relaciones y las anticipa
o las crea, satisfaciendo al lector de cualquier época?
La
poesía de Jorge Reichman siempre la
he leído con interés, a pesar de ese tonillo estatuario que tanto debe a René Char, presencia intuida
continuamente en su escritura. Su último o penúltimo libro, Conversaciones entre alquimistas, de
engañoso título, me pareció algo regulero, demasiado prosaicamente literal en
su registro. Me he encontrado con el último que ha publicado en Tusquets, Mudanza del isonauta. Le eché un vistazo
por encima y me tiró para atrás. Parece el bloc de notas de un político
computando la decadencia de su ideología. El aire panfletario, voluntariamente
escogido como género literario, no parece despejar lo mimético del discurso,
como pretende. Reichman como poeta es demasiado seco, no alcanza el canto,
produce texto y ahí sí es un buen aforista.
Leyendo
las memorias que publicó hace poco Antonio
Colinas, percibo que a poco que uno se abandone a la soledad y al recuerdo
de lo que ha vivido, la tendencia mística aparece con relativa facilidad.
Apenas interrogues a tu memoria y profundices ligeramente sobre las
circunstancias que han determinado tu vida o presionen sobre tu futuro, con tal
de evocar los lugares en que has vivido y las personas importantes que
conociste y ya no están, la reflexión compleja surge y cierta perplejidad o
fascinación, también. Digamos que no escapamos a lo profundo…
¿Es cierto, como dice Espido Freire en el prólogo a la edición Andanzas de un inútil, que con el tiempo, que cada año que pasa, vamos perdiendo la alegría? Si la alegría es una capacidad del ser humano, esta, entonces, envejece con él, se hace menos propicia, menos elástica, menos permeable. Sin embargo, nos encontramos con personas que apenas cambian con el paso del tiempo, que son siempre, anímicamente, las mismas. La alegría sería entonces una suerte de músculo emocional, una reacción ante el mundo que atravesaría, de modo natural, todos los sentidos de la persona. En todo caso, parece que aspirar a la felicidad sea más improbable que a la simple e inmediata alegría, que la felicidad denote más bien, un estado de plenitud incontestable, demasiado sublime si la comparamos con la más accesible y personal, alegría.
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