En
1898 concibe Rilke este diario al que le da un destino muy preciso: ser el
testigo de una espiritualidad madura para impactar en Lou Andrea Salomé, su
lectora inmediata. A pesar del esfuerzo por “autometamorfosearse”, la escritora
ruso-alemana no confirmaría del todo la intencionalidad de su amigo. Resultaría
curioso conocer en qué puntos o pasajes del texto, Lou aduciría sus peros y sus objeciones.
Nada
más suculento para el alma de un poeta que un viaje al centro del arte europeo:
Italia. Rilke especifica su cuaderno de ruta, dedicándole una atención especial
a Florencia donde un considerable catálogo de obras artísticas espera la mirada
arrobada y propicia.
Efectivamente,
este Diario
de Florencia es más un conjunto de reflexiones sobre arte que un texto
anecdotario sobre itinerarios o lugares. En Florencia, nuestro poeta se
encuentra con obras artísticas, pinturas, estatuas, iglesias y palacios que ha
admirado antes en sus años de estudiante, se halla pues, con las obras
originarias de impresiones entrañables que han sembrado de riqueza referencial la
historia íntima del propio espíritu.
Al
fijarse en la vida de las gentes humildes y comprobar qué relación existe entre
estas y el lujoso surtido de pinturas inmortales que la rodean, Rilke no
compara obsesivamente Italia con Alemania, pero sí percibe una mayor
familiaridad. De todos modos, esta convivencia del pueblo italiano con las
espléndidas obras que ha producido, no está exenta del peligro de convertirse
en indiferencia, en según qué circunstancias o períodos.
En
su balance del arte que halla en Florencia, Rilke se distancia de las obras
demasiado dependientes de escuelas y destaca las piezas que brillan por su
originalidad creativa y, sobre todo, por vehicular los grandes sentimientos
universales. La valoración de Rilke es tan sencilla como pasional: los cuadros
que afirman la belleza y la potencia luminosa de la vida ante el acecho de la
muerte, son los cuadros que perdurarán y conquistarán la memoria de los
pueblos, ya que a fin de cuentas, la imagen sintetizada de la evolución del
espíritu consiste en una lucha de la vida, en cualquiera de su más notables
manifestaciones, contra la invasión de la muerte. En el ámbito, pues, de lo
eximio se resuelve el combate de las formas por acceder a la eternidad.
Consecuentemente con ello, Rilke, no se limita a ejercer de crítico y expone su
propia experiencia ante lo sublime, indicando la realidad de los valores
trascendentales que residen en el seno de las grandes obras artísticas.
Rilke
nos ofrece su alma como ese laboratorio en el que la consideración y la
vivencia de lo más alto, encuentra un eco formal en las aspiraciones del gran
arte.
Son sólo instantes,
pero en esos instantes yo logro ver hasta en lo más profundo de la tierra. Y
veo las causas primeras de todas las cosas como raíces de rumorosos árboles de
anchas copas. Y veo cómo todas ellas se asen mutuamente y se sostienen como
hermanas y cómo beben de una misma fuente.
En
este aspecto, para algunos analistas, Rilke se muestra como nuestro no
contemporáneo: los poetas modernos ya ni padecen ni tienen visiones. Por ello
Rilke, en el eje epocal de dos siglos, entre el XIX y el XX, se hace singular
receptor de lo más elaborado del romanticismo en confluencia con las
renovaciones estilísticas que el simbolismo o el modernismo suponían.
Quién
diría que la escritura de Rilke se producía en el mismo tránsito histórico en
que futurismos, dadaísmos o ultraísmos se daban escandalosa cita. Y precisamente
en ello radica el atractivo de este poeta, en su capacidad para la visión, en
su disponibilidad, incluso, para lo alegórico, sensibilidad extrema que no solo
se ejecuta en el ámbito conceptual sino sobre la piel de la mismísima realidad:
acordémonos de la interpretación alucinatoria que hace al ver en una plaza
solitaria las evoluciones de un religioso enfundado en su aparatoso hábito.
Pero
si Rilke no es nuestro estricto contemporáneo, tampoco es ejemplo de una
sensibilidad anacrónica. Con audacia extrema, escribe: Atreveos a dejar de ser modernos por un día y ya veréis cuánta
eternidad escondéis en vosotros.
La
densidad de la empresa poética de Rilke se revela tanto en sus andaduras
viajeras a la búsqueda de los símbolos originarios como en los gestos íntimos
de la contemplación, de los que hay en su diario florentino un par de
significativos ejemplos.
El
mensaje que atraviesa este diario es una llamada al acicate moral que puede
ocasionarnos el encuentro con el arte, cuya presencia real confirma que la belleza es posible y su
hallazgo, un deleite de paz y cordialidad:
Y es a través de esta
dócil entrega por donde pasa el camino hacia esa tan anhelada fraternidad e
igualdad con las cosas – que es como un mutuo escudo protector - ante las que la postrera angustia se
convierte en leyenda.
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