martes, 10 de noviembre de 2020

Rainer María Rilke DIARIO DE FLORENCIA



En 1898 concibe Rilke este diario al que le da un destino muy preciso: ser el testigo de una espiritualidad madura para impactar en Lou Andrea Salomé, su lectora inmediata. A pesar del esfuerzo por “autometamorfosearse”, la escritora ruso-alemana no confirmaría del todo la intencionalidad de su amigo. Resultaría curioso conocer en qué puntos o pasajes del texto, Lou  aduciría sus peros y sus objeciones.

Nada más suculento para el alma de un poeta que un viaje al centro del arte europeo: Italia. Rilke especifica su cuaderno de ruta, dedicándole una atención especial a Florencia donde un considerable catálogo de obras artísticas espera la mirada arrobada y propicia.

Efectivamente, este Diario de Florencia es más un conjunto de reflexiones sobre arte que un texto anecdotario sobre itinerarios o lugares. En Florencia, nuestro poeta se encuentra con obras artísticas, pinturas, estatuas, iglesias y palacios que ha admirado antes en sus años de estudiante, se halla pues, con las obras originarias de impresiones entrañables que han sembrado de riqueza referencial la historia íntima del propio espíritu.

Al fijarse en la vida de las gentes humildes y comprobar qué relación existe entre estas y el lujoso surtido de pinturas inmortales que la rodean, Rilke no compara obsesivamente Italia con Alemania, pero sí percibe una mayor familiaridad. De todos modos, esta convivencia del pueblo italiano con las espléndidas obras que ha producido, no está exenta del peligro de convertirse en indiferencia, en según qué circunstancias o períodos.

En su balance del arte que halla en Florencia, Rilke se distancia de las obras demasiado dependientes de escuelas y destaca las piezas que brillan por su originalidad creativa y, sobre todo, por vehicular los grandes sentimientos universales. La valoración de Rilke es tan sencilla como pasional: los cuadros que afirman la belleza y la potencia luminosa de la vida ante el acecho de la muerte, son los cuadros que perdurarán y conquistarán la memoria de los pueblos, ya que a fin de cuentas, la imagen sintetizada de la evolución del espíritu consiste en una lucha de la vida, en cualquiera de su más notables manifestaciones, contra la invasión de la muerte. En el ámbito, pues, de lo eximio se resuelve el combate de las formas por acceder a la eternidad. Consecuentemente con ello, Rilke, no se limita a ejercer de crítico y expone su propia experiencia ante lo sublime, indicando la realidad de los valores trascendentales que residen en el seno de las grandes obras artísticas.

Rilke nos ofrece su alma como ese laboratorio en el que la consideración y la vivencia de lo más alto, encuentra un eco formal en las aspiraciones del gran arte.

Son sólo instantes, pero en esos instantes yo logro ver hasta en lo más profundo de la tierra. Y veo las causas primeras de todas las cosas como raíces de rumorosos árboles de anchas copas. Y veo cómo todas ellas se asen mutuamente y se sostienen como hermanas y cómo beben de una misma fuente.

En este aspecto, para algunos analistas, Rilke se muestra como nuestro no contemporáneo: los poetas modernos ya ni padecen ni tienen visiones. Por ello Rilke, en el eje epocal de dos siglos, entre el XIX y el XX, se hace singular receptor de lo más elaborado del romanticismo en confluencia con las renovaciones estilísticas que el simbolismo o el modernismo suponían.

Quién diría que la escritura de Rilke se producía en el mismo tránsito histórico en que futurismos, dadaísmos o ultraísmos se daban escandalosa cita. Y precisamente en ello radica el atractivo de este poeta, en su capacidad para la visión, en su disponibilidad, incluso, para lo alegórico, sensibilidad extrema que no solo se ejecuta en el ámbito conceptual sino sobre la piel de la mismísima realidad: acordémonos de la interpretación alucinatoria que hace al ver en una plaza solitaria las evoluciones de un religioso enfundado en su aparatoso hábito.

Pero si Rilke no es nuestro estricto contemporáneo, tampoco es ejemplo de una sensibilidad anacrónica. Con audacia extrema, escribe: Atreveos a dejar de ser modernos por un día y ya veréis cuánta eternidad escondéis en vosotros.

La densidad de la empresa poética de Rilke se revela tanto en sus andaduras viajeras a la búsqueda de los símbolos originarios como en los gestos íntimos de la contemplación, de los que hay en su diario florentino un par de significativos ejemplos.  

El mensaje que atraviesa este diario es una llamada al acicate moral que puede ocasionarnos el encuentro con el arte, cuya presencia real  confirma que la belleza es posible y su hallazgo, un deleite de paz y cordialidad:

Y es a través de esta dócil entrega por donde pasa el camino hacia esa tan anhelada fraternidad e igualdad con las cosas – que es como un mutuo escudo protector  - ante las que la postrera angustia se convierte en leyenda. 

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