Hay
lugares o épocas que por la elocuencia de sus protagonistas y obras, logran el
consenso común acerca de la intensidad y propiedad de su simbolismo. Uno de
ellos ha sido la Francia decimonónica, la Francia simbolista de la Belle Epoque como geografía del sueño. Los
artículos de este encantador libro de Rusiñol
confirman esa imagen que es una impresión incontestable y un misterio en la
historia del arte y de la vida. No en vano fue París la ciudad del amor: por
pura contigüidad significativa, también lo ha sido de lo onírico y de la
poesía.
Los
textos que componen este libro de Rusiñol nos hablan de la experiencia bohemia
del artista catalán en los enclaves más pintorescos del país vecino y que componían
los puntos de peregrinación obligados de los pintores del momento: Ruan, Montmartre,
parques, cabarets, cementerios…
Rusiñol
escribe con precisión, y no de oídas, sino frente al objeto o motivo del que habla. De ahí que todo resulte
tan auténtico y entretenido. El libro, describe los lugares en los que se
reunían los artistas y por los que circulaban a la búsqueda propicia de la
musa. La literalidad de lo que nos informa, la realidad de las anécdotas que
nos cuenta, la elocuencia del retrato que realiza sobre los distintos y
pintorescos personajes con los que se
encuentra, nos sume en un estado de humor y melancolía: tal mundo no se
repetirá jamás, sólo se ha dado con una pureza tal en aquel momento y en
aquellos confines de cabarets destartalados y callejas infames.
Una
de las historias más divertidas y destacables es la velada que pasaron una
serie de amigos una noche de invierno y nieve en el cuchitril que Rusiñol
ocupaba: Utrillo, Canudas, Casas, el músico griego (Satie)
y el propio Rusiñol. Tras una frugal cena y exposiciones teóricas sobre el arte
y los mundos posibles, la juerga pasó a la praxis: Satie sentado al harmonium,
- insólitamente, había un harmonium abandonado en la habitación alquilada por
los artistas - Ramón Casas a la guitarra y los demás haciendo coros, lucharon
contra el frío, improvisando pavanas y odas. Noche memorable.
Hay
algo, que pensando en la historia del arte, resulta tan notorio como
específico: dentro de la conciencia que tiene Rusiñol del entorno que visita y
de las personas singulares con las que convivirá durante un periodo de tiempo,
destaca la “pobreza”, incluso lo miserable, tanto como motivo poético como
ambiente propio de la bohemia. A fuerza de no poder trascenderlo, lo pobre es
el aire que se respira, elemento lírico de la bohemia, etiqueta de la
arriesgada aventura del artista, cualidad que define el mundo que el bohemio
habita. Calles y cafetines, porterías y estudios de artistas, barrios enteros,
están tocados por la gracia pintoresquista de lo pobre. Y lo que sorprende a un
lector actual, es como digo, la gran conciencia que Rusiñol muestra de este aspecto
definidor en su descripción del París del momento. Tal “pobreza” entendida como
motivo de gozo poético y enmarcador de una estética, empaña, no sólo nuestra
evocación de aquel tiempo, sino, por ejemplo, las suculentas fotos con que un
Atget cataloga al viejo París y que tan interesantes lecturas provocaron en
Walter Benjamin y en otros estudiosos.
El libro de Rusiñol, es, en suma, una suerte de reportaje sobre el lugar y la época más épica de la bohemia artística, cuando los artistas eran pobres de solemnidad pero iban a cambiar el rumbo del arte y el modo de mirar la realidad gracias a la mayor riqueza de la que eran dueños soberanos: su creatividad.
Hasta
hace unos años tenía una imagen prejuiciosa y tendenciosa del pensador rumano.
Lo veía como un especialista en abismos, como un charlatán de lo extremo, como
un afrancesado, es decir, un autor que copiaba la elocuencia gala a la hora de
adentrarse en juicios últimos y complejos. Tuvo que pasar algún tiempo para
que, leyendo un libro suyo con algo más de calma, me diera cuenta del nervio
potente de su prosa, de que lo prejuzgaba y que sus textos revelaban un
pensador atípico y sorpresivamente agudo. Cioran
se me presentaba no como un teorizador y tampoco como un mero crítico de las
ideas, sino como alguien que desarrollaba una reflexión tan emocional como
lúcida de la recepción del estado moral del mundo y de su tembloroso futuro.
Estos cuadernos han conocido varias ediciones, más o menos corregidas y aumentadas. Yo diría que el libro en cuestión que yo he leído, esta edición económica de Tusquets, es idéntica a otra que ha aparecido después mucho más cara. Estos cuadernos son una suerte de diario donde el genio de Cioran sigue aplicándose sobre filosofías y artistas, políticas y países, obras literarias concretas y anécdotas diarias. Por este último detalle se parece un tanto al diario. En todo caso, se nos ofrece como un semillero de frases y observaciones que, desde luego, no decepcionarán a todo seguidor de este escritor. Resulta curiosa la impresión que Cioran ofrece sobre España y sus grandes figuras literarias. La tendencia general es de elogio y admiración. Compara el Oráculo Manual de Baltasar Gracián con el Tao Te King, o nos confiesa su pasmo fascinado ante unos bailes que presenció en un pueblo de España cuando hizo el Camino de Santiago; o bien, nos hace saber su conocimiento de canciones españolas que tarareaba durante sus paseos parisinos, o la noche inolvidable que vivió en Salamanca, atravesando un paisaje irreal. Pero también nos especifica que el español cuando no es sublime, resulta ridículo, es decir, algo así como que el español debe permanecer en un estado de énfasis continuo y no descender a ser vulgarmente sensato. Conocedor agudo de los místicos españoles, Cioran nos veía, algo así, como sumidos en un estado de tensión poética interminable. Estos cuadernos están sembrados de aforismos brillantes y frases para memorizar. Lo de verdad bueno en Cioran es que su sagacidad no es una facultad solitaria de su temperamento: es expresión veraz de una pasión que lo rescata de pedanterías o de la mera impertinencia.
Sólo una cosa cuenta:
no ser indignos de nosotros mismos.
Sólo tres personas
acompañaron los restos mortales de Leibniz.
Una obra vive de los
malentendidos que suscita.
En Europa occidental,
España es el último país que aún tiene alma.
Una inteligencia sutil
puede ser perfectamente superficial. Hay que pagar por el menor paso encaminado
a la sabiduría.
El insomne es por
necesidad un teórico del suicidio.
Todos los pueblos, en determinados momentos de su historia, se creen elegidos. Y entonces es cuando dan lo mejor y lo peor.
Existen
obras literarias que además de presentarse como virguerías inclasificables, no
por ello tendemos a olvidarlas o evitarlas, sino que poseen una singularidad
que parece prestársela la propia época simbólico-poética en que circulan o
aparecen y que por ello juegan a mostrarse en el ámbito de la historia
literaria como un cosmos propio de significaciones y giros tan precisos como ambiguos.
De
El amor absoluto podríamos decir que
es uno de esos textos con los que podemos disfrutar de su burbujeante mundo
literario sin que nos tengamos que arriesgar a comprender qué nos está
contando.
El amor absoluto,
presenta tan hiperbólico epígrafe en simétrica consonancia con el personaje que
es su autor, Alfred Jarry. En efecto.
A Jarry, quizá el surrealista, previo al surrealismo, más surrealista de todos
los surrealistas, los absolutos le tentaron con pasión y quiso hacer de su vida
y de su obra experiencias, asimismo, de lo absoluto y lo extremo.
La
genialidad de Jarry no es poca: adelantarse al teatro del absurdo con su gran
astracanada teatral El padre Ubú; ser
el inventor de la Patafísica, una parodia desternillante de la propia y
sacralizada Ciencia; ser el creador de un singular personaje, el doctor
Faustroll, maestro de patafísica, que recorre latitudes y continentes proponiendo
fórmulas estrambóticas para cualquier situación excepcional; haber escrito una
serie de novelas en las que los personajes se someten a los extremos más
delirantes en consonancia con los retos que todo progreso tecnológico impone a
la sociedad.
Para
alguien como Jarry la realidad era eso, un reto, una aventura que había que
emprender hasta el límite posible para doblegarla, una explosión de
posibilidades, un mundo alucinado. La obra de Jarry es compleja por ser la
expresión dislocada de una sensibilidad también exacerbada: la que la
modernidad producía en el individuo matematizado, mecanizado, exiliado de sí
mismo a un futuro de desmesuras vitales.
El Amor absoluto
es un texto inetiquetable por pura saturación. Jarry utiliza pasajes del
génesis para articular una historia indescriptible con un par de rotundos protagonistas que no son otros que la Virgen
María y Cristo. La historia, a medio camino entre el relato mítico, el poema en
prosa, la observación filosófica a través de imágenes y el relato
autobiográfico, permite la inteligibilidad mínima para que los personajes y las
incidencias de fondo nos sirvan de guía en un apretado magma verbal, en un
enigma sin apenas código. La impresión que produce El Amor absoluto es la de un texto que se destruye y reconstruye a
sí mismo según avanza la lectura, la de un experimento improvisado que estalla
en referencias múltiples, y sobre todo, la de un ensayo verbal de intenso
onirismo en el que la palabra poética se abandona a una creatividad
multidireccional. A pesar de todas estas imbricaciones, la poética a la que
obedece esta obra no resulta esquiva: es la abierta, a fin de cuentas, por el modernismo y el simbolismo finisecular
en sus empresas más arriesgadas.
Mallarmé se encontraría en otro lugar del mismo abanico que prestaría a la
palabra autonomía como pretexto suficiente para inaugurar una estética. Leí El Amor absoluto hace muchos años y
luego he ido visitando el texto, sin volver a leerlo del todo, sino disfrutando de pasajes y capítulos al
azar, debido a ese embrujo verbal que posee y que no cesa de pulsar imágenes
insólitas. De Jarry, Apollinaire
dijo: El último de los disipados sublimes
de la inteligencia que ha dado el Renacimiento.
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