martes, 15 de diciembre de 2020

TRES OCASIONES DEL HABLA


Hay lugares o épocas que por la elocuencia de sus protagonistas y obras, logran el consenso común acerca de la intensidad y propiedad de su simbolismo. Uno de ellos ha sido la Francia decimonónica, la Francia simbolista de la Belle Epoque como geografía del sueño. Los artículos de este encantador libro de Rusiñol confirman esa imagen que es una impresión incontestable y un misterio en la historia del arte y de la vida. No en vano fue París la ciudad del amor: por pura contigüidad significativa, también lo ha sido de lo onírico y de la poesía.

Los textos que componen este libro de Rusiñol nos hablan de la experiencia bohemia del artista catalán en los enclaves más pintorescos del país vecino y que componían los puntos de peregrinación obligados de los pintores del momento: Ruan, Montmartre, parques, cabarets, cementerios…

Rusiñol escribe con precisión, y no de oídas, sino frente al objeto o  motivo del que habla. De ahí que todo resulte tan auténtico y entretenido. El libro, describe los lugares en los que se reunían los artistas y por los que circulaban a la búsqueda propicia de la musa. La literalidad de lo que nos informa, la realidad de las anécdotas que nos cuenta, la elocuencia del retrato que realiza sobre los distintos y pintorescos  personajes con los que se encuentra, nos sume en un estado de humor y melancolía: tal mundo no se repetirá jamás, sólo se ha dado con una pureza tal en aquel momento y en aquellos confines de cabarets destartalados y callejas infames.

Una de las historias más divertidas y destacables es la velada que pasaron una serie de amigos una noche de invierno y nieve en el cuchitril que Rusiñol ocupaba: Utrillo, Canudas, Casas, el músico griego (Satie) y el propio Rusiñol. Tras una frugal cena y exposiciones teóricas sobre el arte y los mundos posibles, la juerga pasó a la praxis: Satie sentado al harmonium, - insólitamente, había un harmonium abandonado en la habitación alquilada por los artistas - Ramón Casas a la guitarra y los demás haciendo coros, lucharon contra el frío, improvisando pavanas y odas. Noche memorable.

Hay algo, que pensando en la historia del arte, resulta tan notorio como específico: dentro de la conciencia que tiene Rusiñol del entorno que visita y de las personas singulares con las que convivirá durante un periodo de tiempo, destaca la “pobreza”, incluso lo miserable, tanto como motivo poético como ambiente propio de la bohemia. A fuerza de no poder trascenderlo, lo pobre es el aire que se respira, elemento lírico de la bohemia, etiqueta de la arriesgada aventura del artista, cualidad que define el mundo que el bohemio habita. Calles y cafetines, porterías y estudios de artistas, barrios enteros, están tocados por la gracia pintoresquista de lo pobre. Y lo que sorprende a un lector actual, es como digo, la gran conciencia que Rusiñol muestra de este aspecto definidor en su descripción del París del momento. Tal “pobreza” entendida como motivo de gozo poético y enmarcador de una estética, empaña, no sólo nuestra evocación de aquel tiempo, sino, por ejemplo, las suculentas fotos con que un Atget cataloga al viejo París y que tan interesantes lecturas provocaron en Walter Benjamin y en  otros estudiosos.

El libro de Rusiñol, es, en suma, una suerte de reportaje sobre el lugar y la época más épica de la bohemia artística, cuando los artistas eran pobres de solemnidad pero iban a cambiar el rumbo del arte y el modo de mirar la realidad gracias a la mayor riqueza de la que eran dueños soberanos: su creatividad.


Hasta hace unos años tenía una imagen prejuiciosa y tendenciosa del pensador rumano. Lo veía como un especialista en abismos, como un charlatán de lo extremo, como un afrancesado, es decir, un autor que copiaba la elocuencia gala a la hora de adentrarse en juicios últimos y complejos. Tuvo que pasar algún tiempo para que, leyendo un libro suyo con algo más de calma, me diera cuenta del nervio potente de su prosa, de que lo prejuzgaba y que sus textos revelaban un pensador atípico y sorpresivamente agudo. Cioran se me presentaba no como un teorizador y tampoco como un mero crítico de las ideas, sino como alguien que desarrollaba una reflexión tan emocional como lúcida de la recepción del estado moral del mundo y de su tembloroso futuro.

Estos cuadernos han conocido varias ediciones, más o menos corregidas y aumentadas. Yo diría que el libro en cuestión que yo he leído, esta edición económica  de Tusquets, es idéntica a otra que ha aparecido después mucho más cara. Estos cuadernos son una suerte de diario donde el genio de Cioran sigue aplicándose sobre filosofías y artistas, políticas y países, obras literarias concretas y anécdotas diarias. Por este último detalle se parece un tanto al diario. En todo caso, se nos ofrece como un semillero de frases y observaciones que, desde luego, no decepcionarán a todo seguidor de este escritor. Resulta curiosa la impresión que Cioran ofrece sobre España y sus grandes figuras literarias. La tendencia general es de elogio y admiración. Compara el Oráculo Manual de Baltasar Gracián con el Tao Te King, o nos confiesa su pasmo fascinado ante unos bailes que presenció en un pueblo de España cuando hizo el Camino de Santiago; o bien, nos hace  saber su conocimiento de canciones españolas que tarareaba durante sus paseos parisinos, o la noche inolvidable que vivió en Salamanca, atravesando un paisaje irreal. Pero también nos especifica que el español cuando no es sublime, resulta ridículo, es decir, algo así como que el español debe permanecer en un estado de énfasis continuo y no descender a ser vulgarmente sensato. Conocedor agudo de los místicos españoles, Cioran nos veía, algo así, como sumidos en un estado de tensión poética interminable. Estos cuadernos están sembrados de aforismos brillantes y frases para memorizar. Lo de verdad bueno en Cioran es que su sagacidad no es una facultad solitaria de su temperamento: es expresión veraz de una pasión que lo rescata de pedanterías o de la mera impertinencia. 

Sólo una cosa cuenta: no ser indignos de nosotros mismos.

Sólo tres personas acompañaron los restos mortales de Leibniz.

Una obra vive de los malentendidos que suscita.

En Europa occidental, España es el último país que aún tiene alma.

Una inteligencia sutil puede ser perfectamente superficial. Hay que pagar por el menor paso encaminado a la sabiduría.

El insomne es por necesidad un teórico del suicidio.

Todos los pueblos, en determinados momentos de su historia, se creen elegidos. Y entonces es cuando dan lo mejor y lo peor.




Existen obras literarias que además de presentarse como virguerías inclasificables, no por ello tendemos a olvidarlas o evitarlas, sino que poseen una singularidad que parece prestársela la propia época simbólico-poética en que circulan o aparecen y que por ello juegan a mostrarse en el ámbito de la historia literaria como un cosmos propio de significaciones y giros tan precisos  como ambiguos.

De El amor absoluto podríamos decir que es uno de esos textos con los que podemos disfrutar de su burbujeante mundo literario sin que nos tengamos que arriesgar a comprender qué nos está contando.

El amor absoluto, presenta tan hiperbólico epígrafe en simétrica consonancia con el personaje que es su autor, Alfred Jarry. En efecto. A Jarry, quizá el surrealista, previo al surrealismo, más surrealista de todos los surrealistas, los absolutos le tentaron con pasión y quiso hacer de su vida y de su obra experiencias, asimismo, de lo absoluto y lo extremo.

La genialidad de Jarry no es poca: adelantarse al teatro del absurdo con su gran astracanada teatral El padre Ubú; ser el inventor de la Patafísica, una parodia desternillante de la propia y sacralizada Ciencia; ser el creador de un singular personaje, el doctor Faustroll, maestro de patafísica, que recorre latitudes y continentes proponiendo fórmulas estrambóticas para cualquier situación excepcional; haber escrito una serie de novelas en las que los personajes se someten a los extremos más delirantes en consonancia con los retos que todo progreso tecnológico impone a la sociedad.

Para alguien como Jarry la realidad era eso, un reto, una aventura que había que emprender hasta el límite posible para doblegarla, una explosión de posibilidades, un mundo alucinado. La obra de Jarry es compleja por ser la expresión dislocada de una sensibilidad también exacerbada: la que la modernidad producía en el individuo matematizado, mecanizado, exiliado de sí mismo a un futuro de desmesuras vitales.

El Amor absoluto es un texto inetiquetable por pura saturación. Jarry utiliza pasajes del génesis para articular una historia indescriptible con un par de rotundos  protagonistas que no son otros que la Virgen María y Cristo. La historia, a medio camino entre el relato mítico, el poema en prosa, la observación filosófica a través de imágenes y el relato autobiográfico, permite la inteligibilidad mínima para que los personajes y las incidencias de fondo nos sirvan de guía en un apretado magma verbal, en un enigma sin apenas código. La impresión que produce El Amor absoluto es la de un texto que se destruye y reconstruye a sí mismo según avanza la lectura, la de un experimento improvisado que estalla en referencias múltiples, y sobre todo, la de un ensayo verbal de intenso onirismo en el que la palabra poética se abandona a una creatividad multidireccional. A pesar de todas estas imbricaciones, la poética a la que obedece esta obra no resulta esquiva: es la abierta, a fin de cuentas,  por el modernismo y el simbolismo finisecular en sus empresas más arriesgadas. Mallarmé se encontraría en otro lugar del mismo abanico que prestaría a la palabra autonomía como pretexto suficiente para inaugurar una estética. Leí El Amor absoluto hace muchos años y luego he ido visitando el texto, sin volver a leerlo del todo,   sino disfrutando de pasajes y capítulos al azar, debido a ese embrujo verbal que posee y que no cesa de pulsar imágenes insólitas. De Jarry, Apollinaire dijo: El último de los disipados sublimes de la inteligencia que ha dado el Renacimiento.


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