La maja desnuda, de Goya. La única obra de arte que, sin transpasar los límites de lo estético, sobrexcita la mirada. Esa redondez de caderas, esos muslos, esa mirada picarona, ese colorete en las mejillas...
Paseo por la playa, de Sorolla. Independientemente de su luminosa plasticidad, qué soberanía la de las figuras que pasean tranquilamente, disfrutando del sol y de la brisa. Los goces naturales de la tierra son los del propio paraíso y son nuestros.
Leda y el cisne, de Da Vinci. La magia, lo etéreo lo cala y lo metamorfosea todo en atmósfera divina y mitológica. Unos toques andróginos a la figura de Leda, añaden misterio y extraña belleza. El cuadro emite el aire de lo numinoso.
Jardín Giverny, de Monet. Una delicia de las muchas que produjo la musa de Monet. De nuevo, advertimos que el paraíso se nos revela cercano, aquí, en nuestro mundo, en un jardín. La pincelada múltiple y conjuntada, crea esa sensación de atomización del color en cromática y harmónica difusión.
El sueño, de Picasso. La figura central, rotunda y feliz de la mujer, disfrutando del sueño reparador. Los colores, algo psicodélicos e intensos. En Picasso hay siempre un enigma. En todas sus obras, ese doble rostro, ese matiz grecolatino o mediterráneo alentando. La obra de Picasso trasluce una suerte de arcaísmo recuperado, el retorno feliz de una cultura solar.
Dalí se ha propuesto sorprendernos, pero aquietando ahora, el delirio paranoico-crítico. Cesto de pan, de Salvador Dalí. El pintor español nos demuestra que puede pintar lo que le dé la gana, que puede volver a las formas de la representación clásica con resultados aceptables. ¿Una demostración de soberbia o de creatividad, de técnica?
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