Cuando uno se satura de
televisión y política es cuando se convence de que todo lo que se nos vende
como acontecimiento es banal y prescindible, y que lo que de verdad importa es
recuperar el vigor de la vida personal, los sentimientos, la libertad propia.
Somos el homo mediaticus. Resulta imposible
escapar del acoso de los medios, sobre todo porque pertenecemos a la secta
universal de los teleadictos.
La única prioridad es la
salud, es decir, mi cuerpo, diga lo que diga el telediario.
¿Hay algo más sacrosanto
que el telediario? Antes se rezaba o se esperaba al parte. Hoy resulta
imposible librarnos del rito de ver el telediario. Estamos convertidos al mundo
mediático.
Salvo las películas y
algún documental, todo lo demás que echan por las distintas teles es basura
perfumada de griterío y risas bobas.
Nos faltaba la condena
pandémica para que el hastío de tele consumida potenciara definitivamente nuestro cáncer
mental.
Cuando me encuentro a
algún amigo por la calle y nos confesamos los programas de televisión que hemos
visto, experimento cierta vergüenza, como si al compartir el mismo vicio, ello
confirmara la pobreza de nuestras vidas.
¿Se pondría Alejandro
Magno a ver la tele? Para ver un documental sobre sí mismo, supongo.
Información: la deidad
moderna a la que resulta legítimo cubrir de blasfemias.
En el comercio de mi
padre, Radio Luz, vendían electrodomésticos.
En los años sesenta, quien dirigía el comercio era mi tío abuelo, tío de mi
padre. Dudaba por aquella época vender televisores porque creía que era un
invento que no tenía futuro…
La realidad de la que
los medios me informan, me neurotiza. La realidad que yo vivo bajo la luz del
sol, me libera y me hace soberano de lo que sé.
Hay una historia de la
salvación del alma, someramente insinuada en el orden y distribución del tipo
de noticias que da el telediario. Primero la realidad más inmediata e
ineludible: las noticias de significación política o económicas, después las de
orden internacional y sucesos, para acabar en lo más relajado y noticiosamente
ocioso: deportes y cultura. Algo así como que, tras nuestra lucha diaria y el
esfuerzo en el trabajo, lográsemos la recompensa final a todo ello en dos
campos diseñados específicamente para tal fin: la liberación de toda
preocupación por la realidad, transfigurada ahora en juego deportivo, o la
gratificación del alma, refugiada en el mundo divino del arte, la música, o la
literatura, elementos simbólicos de la eternidad recuperada.
Se dice que lo que no
sale en los medios no existe. Pero cuando soy feliz con mis cosas, los que no
existen, venturosa y vengativamente, son los medios.
La realidad ahormada por
los medios es sólo un paquete temático dispuesto para ser consultado. La
realidad alternativa a esa es mucho más emocionante: la realidad en la que yo
soy el protagonista.
Los famosos son una
casta producida por los medios que articula un baremo humillante: la
superioridad o excelencia de tales famosos sobre la gente.
La miseria imaginativa en
los modelos morales que exhibimos convierte a los famosos en seres alados.
Hay famosos antifama:
poetas, artistas plásticos, escritores. Con los actores, teniendo en cuenta la
especificidad del trabajo que realizan – la representación- , hay que hacer una
excepción.
Los medios presentan la
realidad como un mito: algo ajeno y remoto que sólo podemos admirar y no
transformar.
La radio es más
democrática que la televisión: la calidez y verdad de la palabra que nos invita
a participar frente a la anulación que implica lo visual. Lo espectacular suprime el juicio, sólo nos permite y obliga a ver.
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