Cuando
el robot Perseverance se posó sobre la terrosa y supuestamente belicosa
superficie de Marte, hace un par de
meses, la primera imagen que nos envió del panorama encontrado y que también
fue la primera imagen que los telediarios emitieron, me produjo una extraña
sensación. Lo que se veía es una suerte de desierto, con alguna que otra piedra
perceptible sobre el terreno, y con la sombra de parte del mecanismo de aterrizaje
del propio satélite estampada en el suelo. Pero no fueron los elementos
visibles de la desolada imagen lo que llegó a perturbarme sino el cambio
drástico de movilidad de la imagen en
comparación con cualquiera de las que pueda captar una cámara fotográfica aquí, en la tierra. Es
decir, percibía la imagen sumida en un tempo distinto, remoto, reticente, que
me resultó, asimismo, familiar. Enseguida recordé los daguerrotipos. La
semejanza era admisible. Los daguerrotipos fueron las primeras imágenes de
carácter fotográfico que se obtuvieron. De este modo, presentaban
características estilísticas, temáticas, propias. Del mismo modo, la imagen del
satélite era la primera imagen que se tenía de la superficie del planeta rojo
tras un aterrizaje inmediato y el aspecto que ofrecía se correspondía con
cierto arcaísmo ambiental.
Pero
¿qué significaba que una imagen planetaria del siglo XXI, supiera, recordase,
pareciera un daguerrotipo decimonónico?
La imagen de Marte produce perplejidad: podemos ver algo que nos resulta inalcanzable e inhabitable, salvo para la tecnología, lo cual añade conocimiento pero nos produce cierta impotencia. Este desfase espacial y biológico se traduce en dimensión temporal: tendrá que pasar mucho tiempo para que el hombre llegue a colonizar Marte y lo haga parcialmente habitable, (o no). También hay otro contraste desolador: la imagen producida por la máxima vanguardia en viajes galácticos nos ofrece un paisaje digno del desierto de un espagueti western: la sombra esquelética de un enrejado y un montón de arena donde no hay un bicho viviente. Marte está ahí, sí, es verdad, existe, pero se muestra bien indiferente a nuestra presencia, a que le inoculemos vida a su montón de arena rojiza.
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