El mar como metáfora
de multitudes o del infinito, como imagen de la memoria o incluso de la
libertad (esa falta de un territorio demarcado que es el océano y que Barral
señalara) se ha ido sucediendo en la disposición romántica o en la imaginación
moderna a la hora de abordar el acopio mayor de la experiencia y su penumbroso
destino.
El mar como motivo
literario implica cierto gigantismo semántico. Pero su experiencia concreta por
el individuo puede producir interpretaciones menos masivas, menos uniformes y
más subjetivas, más relativas y puntuales.
El mar como expresión
del destino universal es reversible: la experiencia sumada de la vida puede compararse al efecto de
infinito remoto que produce el horizonte marino.
Sea como sea, este
libro de Esther Abellán, nos comunica, ciertamente una experiencia labrada en
torno al motivo del mar, confundiéndose con el mismo, como ocurre en los tramos
más intensos de toda experiencia vital, y nos da una imagen de las aguas nada
folklórica, como tampoco meramente sentimental. El mar es en estos versos tanto
el motivo de la hilazón poética como el punto final de toda una concurrencia,
es decir, efecto y causa de lo vivido. El mar como elemento especulativo, como
signo ambiguo, como seno del misterio, se desvela en la razón de estos poemas
cuya dosificada escritura fluye en la lectura como las propias aguas del mar
incoado. La discreción formal de los versos facilita el ritmo y la efectividad
lírica, la intensidad con que se ha querido retratar un mar no siempre olímpico
o glorioso. Que el destino de toda existencia se diluya en la nada, es algo que
el motivo literario del mar vuelve a plantear con la dulcedumbre inconfesada que
la conciencia poética presta, mitigando amenazas de absoluto. Algo de esta
característica, sin que se niegue la realidad del dolor, encontramos en la
súbita confesión: después de un largo
viaje por la sangre,/ el dulce sosiego de la palabra.
Hay momentos en que la
evocación profunda se siente impotente y aunque tengamos al mar delante,
personaje de nuestra íntima odisea, no despejamos interrogantes precisamente
porque nos sumimos en los rebosos del lenguaje y exigimos una ruptura de las
inercias: las frases siempre se parecen,
¡háblame!
Por otro lado, el
núcleo de la experiencia y de la significación del mar lo podemos encontrar en
el poema de la página 53. Ante la esencialidad de todos los versos, prefiero no
citarlo íntegramente.
La relación entre el
motivo ostensible del mar y el tiempo como proceso que engloba los ciclos del
vivir, es una constante, y podríamos decir, en este ámbito de la evocación
lúcida, algo que confunde términos entre sí
y que resulta ineludible. Un súbito reconocimiento de esta articulación
en el espacio simbólico, la encontramos, por ejemplo aquí: Los años pasan de largo, de incógnito… Recuerdos que nos traspasan la
piel/ para volver siempre donde nacieron.
Esther Abellán emplea
unas bellas y precisas expresiones para designar esta unión confusa, esta
convergencia compleja y de ambiguos fulgores, de los grandes procesos vitales
que sobre el escenario del mar, en este caso, se producen, como si entre los
orígenes de las cosas y los abismos finales existiera un parentesco perceptible
pero indescifrable: El día y la noche
siempre se encuentran,/flor de silencio, aurora derrotada,/senda junto a un mar
oscuro y huidizo/ que trasciende el mensaje de los cuerpos.
Si debemos asumir el
desenlace final de la existencia como
algo, en el mejor de los casos, misterioso, como una desembocadura hacia algún
sitio en donde todo halle un cumplimiento, sea este dependiente de la fe o de
la imaginación, también es cierto que el modo óptimo de dar cuenta de todo ello
es la escritura poética, una forma misteriosa en sí misma, y luminosamente
vacilante, que tiende a adensarse si
preguntamos por la naturaleza de la palabra misma. Escribir, enigmática metáfora,
dice sorpresivamente Esther Abellán, recordando lo que un Octavio Paz, afirmara
en varios de los pasajes más brillantes de El
mono gramático. Finalmente, la
escritura que proyecta imágenes y articula conceptos, es ella misma una
metáfora del proceso infinito de la significación. El anillo de Moebius de la
escritura poética reside aquí: la escritura es metáfora, la metáfora se
resuelve en escritura. La polisemia de la palabra poética es lo que define su
frondosidad alusiva. Esta generosidad de la expresión debiera satisfacernos,
aunque también es posible que ante las espesuras simbólicas, nuestro interrogar
quede sumido en la indiferencia de cierta saturación y se escape una protesta legítima: Siempre hablamos con intermediarios. Esta
queja de probable orden metafísico, descubre la clave semiótica en que a veces,
se enreda nuestra cultura. Si no hubiera intermediarios en nuestro ensayo de
diálogo con el cosmos, con el prójimo, con nuestros propios dolores y deseos,
¿cómo se efectuaría la comunicación, con quién, con qué?
Pero en nuestra
interioridad estremecida hay una persistencia que nos salva: un lugar que nunca recuerdo y que me
pertenece.
El máximo garante, el
agente visibilizador de ese lugar interior, tan remoto como cercano, tan
extraño como entrañable, se resuelve en una imagen: la del mar de la
adolescencia o de la infancia. Como en el juego señalado por Paz con respecto a
las evoluciones de la escritura, aquí, con el mar delante de nosotros,
alcanzamos el Fin que fue el Principio, o bien, el Principio de algo que no
conocemos y que marca el Fin de nuestra andadura. Pero la poeta confía en la
imagen que la serena belleza hace retornar, pues antes que desesperarse, evocar
el nombre de lo deseado nos devuelve el bienestar de lo que hemos disfrutado e
ilumina la memoria: susurro tu nombre y
mi mente descansa.
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