He
estado pensando en los abuelos que no conocí, que fallecieron antes de que yo
naciera. Qué mágico sería llegar a conocerlos, que por alguna suerte de magia,
se plantaran delante de mí y nos mirásemos a la cara. Qué semejanzas de
carácter advertiría en ellos, qué misterio de la vida y de la sangre emergería
entonces, el misterio de la vida y de la muerte, en parte, resuelto o expuesto…
De
qué me sirve seguir privándome de la vida, permanecer en la incomodidad extrema
de esta autoexclusión, ser ajeno a la normalidad. Qué bien me ha supuesto, en
definitiva, este permanecer en la castidad de no implicarme en las cosas, este
no haber participado como cualquiera de las oportunidades vitales que ofrece la
existencia. ¿Significa que se acabó el mito, se cansó el alma de sentirse tan
especial, de haber estado fuera de la vida? Me hastía escribir en mi diario
personal, - ¿tendré que desaparecer para que ese texto se publique?; por otro
lado, me da vergüenza y veo ridículo
seguir publicando este tipo de confesiones aquí, en las redes. Entonces qué hago si mi vida se fue sin cambiar, si me sigue torturando la
misma incapacidad que hace cuarenta años….
Todo
egiptólogo es una suerte de semiótico esotérico.
La
vida se llena de muertos: Rafaela Carrá, Tico Medina, Cristóbal Halffter, mis
padres, los muertos anónimos de la
pandemia...
Vengo de Alicante y parece que venga del extranjero. Orihuelica será una ciudad monumental e histórica pero si le quitas la glorieta y un par de heladerías el recorrido del ocio se queda en poca cosa. La única novedad al respecto es la vida que se respira desde hace unos años en la plaza de san Sebastián gracias al comercio que hay y la posibilidad de que las cafeterías puedan explotar las terrazas. Recuerdo la tristeza que esta plaza exhalaba en los ochenta, cuando pasaba ocasionalmente con amigos por este lugar. Salvo una carnicería, y un par de bancos, no había absolutamente nada. Quiero decir, era una plaza en la que jamás vi a nadie pasear ni sentarse. Sólo, se aprovechaba el espacio, creo, para colocar una kábila en las fiestas de moros y cristianos.
Jornada
tibia de lectura. No todos los días se puede profundizar hasta el límite,
descubrir, palpar los misterios metafísicos del espíritu. Sí, pero me incomodo, me angustio cuando no es así. Todos
los días necesito visionar eso que es
lo que me da el entusiasmo necesario para sobrevivir, para esperanzarme.
Mi
memoria volatiliza sus sedimentos al mínimo estímulo. Apenas ha entrado el
calor fuerte, impresiones constantes que me llevan a la Torrevieja de los
setenta. Entro en el comedor y la combinación de la luz que entra junto con el
televisor encendido me hace recordar las sensaciones que teníamos cuando íbamos
a comer, teníamos la tele encendida, mi madre preparaba la comida y abríamos
las ventanas por las que entraba todo el viento y el frescor del mar que
teníamos enfrente. Compro pan, se me ocurre oler el pan por lo agradable que
resulta y vuelo al instante al supermercado del edificio Panorama, en la Cala de la Zorra, en Torrevieja, donde comprábamos
el pan, los helados, las chucherías. El año 81 fue el último que disfrutamos
allí. Luego, se nos acabaron los veraneos. El placer que siento estos días de
calor y de recuerdos es del paraíso perdido.
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