Como ya sabemos, a veces lo anecdótico alcanza un nivel espontáneamente descifrador,
categórico. Mi anécdota del otro día es mínima, acontecida en el territorio de
lo subjetivo, alojada la sorpresa, pues, en ese confín fugitivo para la mirada de
otros, pero no por ello menos significativo. Quizás sean así los eventos más
notables que nos suceden en el ámbito de
la lectura.
La pasada fiesta del Día del Pájaro en Orihuela, cayó en sábado. Ante la
amenaza de una tarde de grisura mortífera, no tuve más remedio que escabullirme
de la ciudad, cosa que, por otro lado, vengo haciendo todos los sábados por la
tarde desde hace 30 años. En Murcia, encontré un destino agradable e
investigando las estanterías de cierto centro comercial me encontré con un
volumen deliciosamente editado y de pequeño tamaño: una antología de poesía de
Rubén Darío.
Antes, hace ya tiempo, lo que buscaba en la poesía era una suerte de
embriaguez de imágenes y de mundos. Ahora no es que busque otra cosa
radicalmente distinta: además del mensaje entrañablemente humano que porta todo
mensaje poético, a lo que atiendo es a las variaciones de aquello que definía
bien Machado cuando hablaba de la palabra
en el tiempo.
En la poesía no sólo detecto y tengo en cuenta la determinación de las
grandes causas sociales o económicas que se encarnan en la piel del lenguaje sino
que busco la específica mitología que producen los gustos locales, fugitivos o
típicos del momento; la erótica del instante, el devenir de imágenes y
referencias concretas, la apariencia profunda que se identifica a través de los
gestos de una época. Es como una especialización de lo que buscaba en un primer
momento de locura estetizante.
Grosso modo, ¿qué significaba, qué implicaba la poesía de Rubén Darío?
Salones y espejos, escenas de invierno y de otoño, homenajes a poetas
descarriados, al alcohol, a duquesas perdidas hoy en la flora del tiempo, a
ónices y cálices y lirios y lunas y máscaras, pavos reales y demás indumentaria modernista. De acuerdo.
No viendo ningún otro libro que me sedujera más y no queriendo regresar a
Orihuela con las manos vacías, adquirí este librico que publicaba Renacimiento
en su colección de pequeños volúmenes.
Me llevé el libro, en principio, por la ración, virtualmente suntuosa de
imágenes y palabras que podría contener; me lo compré, pues, con la conciencia descarada de disfrutar de un
material que ya no me sorprendía pero que sonaba auténtico en la voz de Darío.
Es decir, me apetecía frecuentar un espacio literario constituido de tales
presencias melifluas y fascinadoras. Punto.
En el tren, en el viaje de regreso, al ir hojeando el libro y leer por
encima, comencé a experimentar como la emergencia de un burbujeo que me iba
irrigando de minuciosa y vibratoria felicidad. Empecé a sentir algo así como
una pequeña revelación, como si el pasado, es decir, los referentes literarios
de la adolescencia, absolutamente ajeno a todo componente decadente, regresara del
olvido lleno de luz y vida.
Había olvidado la amenidad y el ritmo con los que Darío imprime de vívida
delicadeza sus versos y ese efecto es el que fue obrando esta sensación de
resurrección de colores y melodías escritas que no creía que fueran a volver a
impactar sobre mí puesto que pertenecían a lo ya superado.
Los amaneramientos ocasionales presentes en algunos de sus giros e
invenciones, se solapaban en una imagen central y originaria que diluía todo
estereotipo, toda tendenciosidad. La belleza fluía en una gracia original.
Al llegar a casa seguí manoseando las marfileñas páginas del libro y leí el
poema Primavera que me entró en el
alma como por un repentino socavón y lloré de emoción, es decir, de esperanza. Estaba
leyendo al poeta en su función máxima, como vehiculador de lo maravilloso.
Ninfas, estanques, soles, mares, todos esos elementos que mencioné antes
volvían a su punto de eficacia absoluta, fabricaban, provocaban la belleza. Este
es el futuro real del poema, de la misión
del poeta: la de regresar de los tiempos abolidos e incorporar en un
fulgor la riqueza universal que nos pertenece.
Me di cuenta de la idoneidad histórica, de la practicidad de un poeta como
Darío, el poeta ideal, diría. Qué fantástico que en su tiempo, existiera un
hombre como este que escribió todo lo que escribió y lo donó al mundo, a la
eternidad, la brillante totalidad de sus obras.
Hubo de pasar el día para que reflexionara a la jornada siguiente con cierto distanciamiento sobre lo que había experimentado, algo más que meramente releer a un poeta que ya conocía: asistir a su súbita resurrección y sobre todo a la resurrección luminosa de la poesía, a lo que de verdad, significa el legado de la poesía en la memoria: la donación de mundos convertidos en paraísos eternos.
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