Con la figura de Thomas Merton
experimento cierta agradable convergencia de percepciones: una cordialidad y
una inteligencia tan especiales que se puede decir que la cordialidad se
convierte en inteligencia del alma y la inteligencia en una cordialidad del
intelecto.
¿Quién es Thomas Merton: un santo incógnito, un monje que se dedicaba a
escribir más que a orar, un escritor con una vocación humanista y religiosa tan
intensa que le llevó a ingresar en un monasterio, una rareza en la historia del
pensamiento y de la literatura del siglo XX, un amigo del universo?
En la simpatía que siento por el personaje debo confesar que hay un motivo
estrictamente personal que lo justifica: en una época confusa y convulsa de mi
vida, en la que yo estaba contra todo, contra la sociedad, contra los jóvenes,
contra la familia, contra el mundo, contra la televisión, no encontré otra
salida que buscar refugio en los espacios puros de la entrega contemplativa e
ingresar en un convento. Fue allá, a principios de los ochenta y la suerte me
puso en manos de la hermandad franciscana. Fui a parar a un convento de
clausura y retiro del sigo XVI, Santa
Ana del Monte, en las afueras de la ciudad murciana de Jumilla.
Algunos de los sueños y mejores sensaciones que creí cumplidos en aquellos ámbitos, los
veo reflejados en los pensamientos e intenciones de Merton. La vocación universalista
de la pasión mística, el interés por otras culturas y religiones, el sentido
crítico ante los devenires del mundo, el
amor practicado en la comunidad con la que se convivía, la actualización del
papel de la iglesia y la vocación…. Estas eran las características más notables
de una aventura como aquella que, en mi caso, se diluyó al confirmarse que mis
desasosiegos no podían satisfacerse bajo un hábito.
A la hora de adaptarse a las normas de la tradición monástica, y comprobar
cómo un cisterciense pretendía desde las particularidades de una orden religiosa
llevar a cabo una actividad de compromiso, publicando artículos en la prensa y
diseñando libros únicos de experiencia religiosa, es como se define del modo
más elocuente la vocación y el tipo de personaje que fue Merton.
En un mundo furiosamente laico, la figura de Merton reúne más de una
rareza: ser un monje de retiro comprometido con los acontecimientos sociales y
políticos, y encima de monje, ser norteamericano y católico, claro.
Merton escoge un modo de vida y convivencia que se instala, presuntamente,
en las antípodas de la megalópolis norteamericana. Decimos presuntamente
porque, finalmente, el dinamismo emprendedor americano acabó funcionando a su
favor.
Merton, desde los monasterios que habitó, a través de los viajes que realizó,
haciendo ponencias o dando conferencias, colaborando en congresos de
espiritualidad y gracias a la fama que le dieron sus libros, logró llevar a
cabo esa especial y sutil labor de apostolado que pretendía desde el momento en que se
convenció de que el retiro puro no le haría feliz.
Sus diarios son un vívido testimonio tanto de sus cuitas más personales,
intentando vislumbrar cómo ejercer satisfactoriamente su vocación, como de las
posteriores transformaciones interiores que ese no olvidar el mundo iban a
provocarle. Merton se encuentra en un difícil pasaje: llevar a cabo el mensaje de Cristo, criticando y manifestándose
contra las injusticias producidas en el mundo exterior, conservando, a un
tiempo, los privilegios de una vida
monástica.
Pero, precisamente, ser consecuente con el fondo fraternal que predica y
de que consta el cristianismo era lo que Merton no podía ni quería eludir.
En los diarios se expresa muy claro al respecto de no olvidar el compromiso
ético con el mundo, dándose cuenta de la incompatibilidad de retirarse de él.
Llega a decir que la vida eremítica, la de un monje corriente, es poco intensa,
monótona, alejada del intercambio emocional que se produce en el contacto
personal con el mundo de extramuros.
Otro pequeño escollo era el escribir, el demasiado escribir para un monje que, supuestamente, debíase al
retiro y a la oración. Sus superiores se dieron cuenta de que el tiempo que le
dedicaba a la escritura era, finalmente, tiempo que le sustraía a la oración.
Probablemente, también se darían cuenta de la valía y originalidad de los
escritos de Merton y de que la permisión que obtuvo para seguir escribiendo,
incluso publicar artículos en prensa, era algo bueno tanto para la orden como
para la preservación del mensaje de Cristo.
Casi se podría decir que si perteneces a una determinada comunidad, en el
momento en que te pones a escribir, saltan las alarmas y los temores acerca de
lo que vayas a decir o revelar.
De todos modos, Merton no sustituyó groseramente la oración por la
escritura, sino que supo conjugar equilibradamente ambas. Necesitaba de las dos
cosas para conservar su integridad cristiana y la fidelidad a los votos que
había prometido y de los que no quería deshacerse. Merton pretendía ser
consecuente con sus inquietudes espirituales y su deseo de justicia social, y
ningún soporte protestatario más óptimo y total para ello que, precisamente, el
mensaje divino cristiano.
Merton era consciente de que no encajaba con las normas básicas que
constituían las reglas de su orden. En definitiva, cómo hacerlo a rajatabla si
no dejaban de ser unas normas medievales, extrañas a un sentir nuevo, rodeado
de estímulos y realidades que antes no existían.
En Merton la escritura fue una práctica comprometida pero también un medio de especulación ideológica y mística. Su inteligente reacción ante las novedades en el pensamiento y en la sensibilidad moderna le lleva a leer a los poetas: frecuenta en sus lecturas a Dylan Thomas, Ferlinguethi, Rene Char, Lorca (que le deslumbra con su barroquismo), Vallejo, (por quien sentía especial devoción), o Neruda. No olvidemos en este punto que Merton fue el maestro espiritual de Ernesto Cardenal y amigo del poeta chileno Nicanor Parra.
Si hemos dicho que las inquietudes
de Merton le conducirían a un compromiso ético con el mundo político y social
luchando contra el confinamiento al que le obligaba su propia profesión de
religioso, que se interesó por las espiritualidades de Oriente, por el zen, el
taoísmo, el budismo o la literatura japonesa, o que quiso ponerse al tanto de
las revoluciones estéticas y filosóficas de su tiempo consultando poetas y
filósofos contemporáneos suyos, habría que anotar una consecuencia natural en esta lista de emprendimientos plurales:
los secretos encontronazos con el celibato monástico.
Tras llevar casi treinta años vistiendo el hábito de cisterciense, a sus
51 años, Merton se enamora de una estudiante de enfermería, llena de vitalidad
y encanto. Los diarios que publica esta edición son una recopilación de páginas
significativas. Leyendo los pasajes alusivos en esta antología a tal
circunstancia, no queda claro a dónde fue a parar aquella pasión. Merton cede
al enamoramiento con fascinación y felicidad, pero se tortura con la idea de
tener que prescindir de sus votos de castidad. El amor le envuelve, le sume en
vértigos de plenitud, pero nuestro querido monje no nos deja claro hasta qué punto
cedió al contacto puramente sexual. Merton, de nuevo, maneja adecuadamente la
escritura para resultar convenientemente ambiguo en este aspecto.
Ambos amantes escapan de miradas ajenas, se esconden en los arbustos como
colegiales tímidos llenos de pasión. Merton nos dice que se amaban de este
modo, como entregándose a la más gozosa contemplación uno del otro y
respectivamente, pero, repito, no es
explícito con respecto a lo que acabaría resultando ineludible: la unión
física.
Las obligaciones profesionales y los viajes alejarían a Merton de su
querida M…
En Merton todo es especial y curioso.
Su muerte también lo fue. Diríase
que la divinidad, al arrebatarlo del mundo de un modo tan súbito como tremendo,
confirmaba el grado de su elección seráfica.
Tras una calurosa jornada de trabajo en Bangkok, ciudad a la que había
viajado para dar unas conferencias, Merton decide darse un baño. Al parecer un
ventilador que se encontraba cerca, entró en contacto con el agua y Merton
falleció electrocutado. Una muerte espectacular, si se me permite decirlo así; surrealista, incluso.
La obra literaria y poética de Merton es visitable por lectores que no
estén, exclusivamente, motivados por la fe. Cierto es que su obra se inscribe
en los parámetros de la cultura cristiana, pero la gran vocación de Merton y su
hábil sentido crítico, amplían notablemente tales parámetros. Su escritura está
sembrada tanto por la luz de Cristo como por una voluntad de escrutamiento que
se aproxima a continentes simbólicos dispares, guiada siempre por un alto
sentido de la justicia.
Merton quizá sea un anacronismo necesario en este mundo de perplejidades.
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