Cuando llega la hora de deshacerse de libros, esto indica algunas de las
cosas siguientes: ocupan demasiado lugar, ya se han leído y disfrutado lo
suficiente como para que uno se sienta todavía vinculado a ellos y por lo
tanto, tienen que ir desapareciendo para dejar espacio libre.
Los libros, llegado un momento, representan una presencia física excesiva
en el hogar, por su elevado número me están echando de mi habitación, de mi
propia casa, ya los leí y ya no significan tanto para mí, por eso, me deshago
de ellos.
Ahora tengo otras prioridades. Y, en todo caso, voy a librarme de unos cuantos
para comprar, quizá, nuevos pero no
demasiados.
Uno también va cumpliendo años y es posible que la pasión libresca ceda ante otras cosas más urgentes o elementalmente necesarias.
De todos modos, hay una tristeza en esto de deshacerse de libros. En
primer lugar casi parece algo criminal deshacerse del mejor invento del hombre,
según Borges; en todo caso, el objeto u herramienta que mejor ha sabido
comunicar y preservar la cultura.
Un libro es un universo en sí mismo y si nos deshacemos del libro en
cuestión parece que estemos liquidando todo un mundo específico de contenidos.
En segundo lugar parece que quitarse libros de encima implique cierta
evolución del lector: como ya los he leído eso quiere decir que intelectualmente
los he superado, sus contenidos ya no me sorprenden o interesan como antes.
Esto último es algo engañoso e incluso fácilmente reversible pues el universo del contenido es sumamente plástico y un libro que hayamos despreciado, de pronto, ante una necesidad súbita de hallar o confirmar una información concreta pueden volverse de nuevo interesante. Es decir, que el libro despreciado o del que pensábamos deshacernos, ante una circunstancia no prevista, se actualiza ante nuestros ojos y vuelve a estar entre los que de nuevo podrían interesarme o leer.
Pero no nos libraremos tan fácilmente de los libros. Toda obra de un
ensayista, de un historiador, de un poeta supone un libro en el que ubicarse. Por
otro lado, si el conocimiento es infinito, un solo libro, como ya señalaba Borges,
ya lo es porque puede leerse repetidas
veces y en cada ocasión de lectura, hacernos descubrir matices o interpretaciones
nuevas.
Los libros pueden almacenarse, esconderse, enterrarse, reciclarse o destruirse. Pero el contenido de los mismos
planeará por las galaxias del sentido hasta reclamar un punto en el que
encarnarse, materializándose en un libro
concreto y así, retornar al orden visible, a la lectura nueva.
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