Este sábado pasado en la noche tuve que acercarme a la farmacia que estaba
de guardia. Lo que necesitaba, salía al día siguiente, pero yendo a partir de
las doce ya estaba técnicamente en domingo. Había llovido un poco, una de esas
lloviznas que dan vida y no molestan, pero en Orihuela basta que caigan dos gotas para que no quede bicho
viviente por las calles. No era tarde, no sobrepasaban las doce y cuarto cuando
me encaminaba hacia la farmacia, pero el ambiente solitario era tal que parecía
que estuviéramos a las cuatro de la madrugada.
Experimentaba cierto malestar. Me sentía un delincuente, como si fuera a
hacer algo prohibido, casi estaba deseando encontrarme con alguien para
justificar mi presencia en la calle y decir clara y rotundamente: voy buscando
la farmacia de guardia.
Para mi fastidio me equivoqué con la farmacia de guardia, me dirigí a la
que estaría abierta el domingo, así que tuve que dar media vuelta y dirigirme a
“mi zona”, cerca de casa, pues la que estaba de guardia era la que se
encontraba frente al colegio Santo Domingo.
Di un buen voltio, sólo me cruzé con una mujer de mi edad que me
miró temerosa. El agua caída hacía resplandecer espectralmente la superficie del
asfalto y las aceras. El ambiente era el de una película de terror o de
suspense. Pensé en lo cómodo que se encontraría la mayoría de personas, en sus
casas refugiadas y calentitas, mientras yo, con mi pantalón blanco y mi camisa
morada, andurreaba por un corredor urbano que no albergaba ni a un gato. Qué
pronto reacciona la gente, qué de inmediato la humanidad en bloque desaparece
tras las cortinas de sus casas apenas la naturaleza se muestra un poco hostil.
Apenas estaba acercándome a mi destino, veo a la policía. Tenían aparcado
en medio de la carretera el coche y parece que se enfrentaban a unos individuos
que se movían entre las sombras. De pronto, la policía apagó las luces del
coche y todo quedó sumido en la oscuridad. No sé qué ocurrió con los tipos a
los que la policía parecía cercar, no escuché jaleo. Preferí coger una calle
que me evitaba tener que pasar justo por en medio del cordón policial.
Al final alcancé mi destino. Llegué
a la farmacia que estaba de guardia. Tras llamar al dictáfono, me atendió
un hombre joven. Como ya me ha ocurrido en otras ocasiones, el empleado me
recibió con un gesto de extrañeza que me molestó: ¿no es esto una farmacia de
guardia, no eres tú quien tiene que atender a la gente y por ello estás aquí? A
son de qué esa cara. Si la farmacia estuviera abierta de par en par y no
atrincherada tras esa superstición que maldice la hora y la noche y nos
convierte a todos en sospechosos de asesinato con alevosía….
Al regresar a casa me topo con un africano y con un par de chiquillos. Los
tres, al cruzarse conmigo, me lanzan miradas de temor al tiempo que de
contenido desafío. Lo que me irrita no es tanto la actitud de desconfianza como
el simple hecho de que nos temamos unos a los otros, que cuasi nos convirtamos
en virtuales agresores del otro en el espacio civilizado y racional que nos hemos
dado y creado en Europa. Cuando pasan, estoy tentado a ponerme a cantar, a
gritar, a recitar algún poema y fulminar estos miedos animales. El hecho de que
el temor, el miedo al otro en la piel oscura de la noche, doblegue la luz de la
razón es lo que me enfurece.
Al llegar a casa, con tan solo cruzar el umbral de la puerta, dejo atrás
el exterior, el espacio de la hostilidad. Me doy cuenta de lo frágil que es nuestra seguridad: tan sólo una puerta
nos distancia del azar, de la incertidumbre, del probable peligro. Al entrar en
la tranquilidad del salón, de pronto, estoy lejísimos ya de las amenazas de la
noche. Entonces, pensé en mis padres y tuve algunos pensamientos patéticos:
cuantas noches se pasaron mis padres aquí, frente a la televisión, sin darse
cuenta de que toda la seguridad dependía de que la ventana estuviera cerrada y
de la puerta con la llave echada. Tan solo eso. Que vulnerable puede ser
nuestro hogar, qué incierta nuestra seguridad. Pensemos en lo que está ocurriendo
en La Palma con el volcán. Una
rotura en la llave de la puerta, un cristal roto de la ventana y toda la
hostilidad de fuera, entraría dentro.
Pero la firmeza del hogar quizá no dependa tanto de su solidez material
como del simple hecho civilizatorio que crea ese valor y lo llena de
simbolismo. Una línea trazada en un plano significa una frontera contundente entre
la inmensidad física y amenazante del afuera y lo que el hombre construye: su
hogar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario