La memoria, quizá, va
reconstruyendo de distintos modo los referentes que en su momento guardó. Lo
digo porque me está ocurriendo, no sé si por un azar o por algún motivo más o
menos inconsciente, que todo lo que
Norteamérica supuso para mi generación en los sesenta, setenta y parte de los
ochenta a través, especialmente, del cine y de la música, lo estoy recuperando,
lo estoy volviendo a visitar hoy por medio de la literatura. Los diarios de Jhon Cheever, la obra y el personaje de
Bukowsky, la música de Dylan o Hamilton Bohanon, son cosas que ahora, un tanto sorpresivamente,
han regresado a mis recuerdos y a mis emociones. Y entre estas cosas, entre los
autores de aquellas décadas irrepetibles se encuentra Sam Shepard.
Apenas tenía noticias de este
cronista, guionista y narrador norteamericano, pero en el momento en que entré en contacto con su
trayectoria y sobre todo su obra literaria, en especial, con estas crónicas
moteleras, me sentí satisfecho de haber contactado con alguien ignoto pero
auténtico, es decir, alguien típico de aquellas décadas y que escribió
entonces.
Un amigo me decía que está de
la cultura anglosajona hasta los mismísimos. Le confirmé que coincidía totalmente
con él, pero, claro, tampoco podemos decir, a estas alturas, que todo lo que el
cine, la música, la moda, las costumbres
e ideas que tanto nos han influenciado de los Estados Unidos y que hemos
adoptado libremente, identificándonos con todo ello, se vaya a convertir, de pronto, en una
nadería.
El mundo norteamericano que se
nos ha transmitido, o mejor dicho, el tipo de vida que
el cine, sobre todo, ha representado tan épica como verídicamente es ese
espacio salvaje de libertad y de desgarro, de gloria alcanzada y destrucción
personal que tanto en dramas, series y biografías ha grabado su impronta de
intensidad sin remedio.
El mundo norteamericano ha
erigido sus propias mitologías, ha mostrado sus pasajes de gloria y miseria en
un universo social y político de grandes contrastes sometido a fuertes
autocríticas.
Es en los pululantes márgenes
de la épica afirmativa donde se desfleca el Sueño Americano hecho de otros sueños,
estos errantes, de fracasos íntimos, aventuras sorpresivas y olvido.
Es en estos límites
fronterizos, en la periferia de los laberintos urbanos, en moteles y bares de
carreta, en caravanas y casas de campo, en los espacios umbríos del recuerdo,
en forma de sueños o de historias interrumpidas donde se desarrolla el
contenido testimonial, fragmentario pero temáticamente compacto de Crónicas
de motel.
Con una escritura atinada y
precisa, atenta al detalle extraño que la propia vida da, elaborando densidades
narrativas momentáneas, Shepard despliega esta serie de imágenes que no acaban
de serlo de la tragedia sorda del individuo aunque tampoco de un
viaje humano exclusivamente festivo. Shepard recoge la realidad tal y como
radicalmente se presenta en el enclave geopsíquico de la frontera americana.
Pareciera que la dinámica
cultura norteamericana fuese incapaz para la tragedia, al menos tal y como se
ha entendido tradicionalmente en Europa. Estas notas de Shepard reflejan las
extrañezas de una vida que se ha planteado como modélica.
Shepard no es un periodista,
es un escritor y su talante se filtra en estas prosas de un modo tan
soterradamente atractivo que fueron la inspiración para que Wim
Wenders rodara París, Texas, tal y como el propio
director alemán confesara.
El acierto estilístico de
Shepard es esta dispersión narrativa que no destruye el sentido, esta labor de
recogida de fragmentos que vienen a ser una suerte de antología de la memoria y
cuya función verdadera es la de articular con cierto cansancio y hastío una
protesta: la que se erige del ámbito diario y excesivo de la realidad
norteamericana.
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