1 de agosto.
Día
perfectamente desolador. Salvo un adiós a un vecino, no he intercambiado una
sola palabra con nadie. Recuerdo aquel pasmo de Buñuel cuando confesaba haber estado un par de días sin ver
absolutamente a nadie, teniendo en cuenta su tipo de profesión. Encima, debido al
sueño retrasado, o más bien, destrozado, la siesta se ha alargado y me he despertado
sobre las ocho de la tarde. He tenido que vestirme corriendo para salir y
comprar un par de cosas que necesitaba.
Lo único
que salva el día son las lecturas que he hecho, breves pero diversas y
sustanciales. Para mí las lecturas cuantitativas no son prioridad.
He leído un
par de páginas vibratorias de Henri
Bergson, el filósofo francés, sobre la memoria y los estratos dinámicos de
la percepción.
He leído
ese volumen de memorias de Ángel Crespo,
Los trabajos del espíritu, publicado hace ya unos cuantos años. Me sorprenden y
estimulan los inteligentes apuntes de este poeta y traductor manchego. Hacen falta
voces como las de él en este panorama de Humanidades dispersas y sin ánima.
He leído
unos apuntes de viaje de Carmen de Burgos
a Palermo, ciudad que visitó en 1906. Descripciones vívidas y luminosas de una
tierra también luminosa y agitada. Qué bien retrata el paisaje social con el
que se encuentra y cuyas circunstancias económicas compara a las de Andalucía
en aquel tiempo.
Sigo leyendo
y sorprendiéndome de la calidad y tensión literaria del poemario de Inger Christensen titulado Eso. Su ambición
poética, su intento de captación de una totalidad cósmica me recuerda a las
grandes obras de Neruda, aunque con un estilo bien distinto: las imágenes de
Neruda son torrenciales y luminosas, las de Cristensen compactas y herméticas.
He empezado
a leer una suerte de biografía del filósofo Giorgio Agamben sobre Hörderlin.
Pretende ser más una crónica de la locura del poeta que un estudio histórico al
uso.
El acoso del calor ha acabado por desarticular el horario que pretendo llevar para poder sobrevivir a tanta soledad, a tantas horas consecutivas; horas que se vuelven infinitas, un larguísimo corredor, durante la noche que paso enteramente despierto. Recuerdo aquello que decía Mallarmé sobre “el lúcido invierno”. Cuando lo leí me chocó y no estuve de acuerdo en aquella apreciación. Ahora ansío que vuelva el frío con sus tormentas de hielo y nieve y detesto esa incomodidad inacabable del calor que puede terminar convirtiéndose en dolor.
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