lunes, 29 de abril de 2024

TRES DIARIOS



 

TIEMPO POR VENIR

Miguel Ángel Hernández

 

Que la lectura de una obra literaria tenga que articularse a través de la segunda persona, confieso que es algo que nunca ha sido de mi gusto: resulta demasiado conminatoria, demasiado inquisitorialmente pegada a la conciencia. Por otro lado, a mi modo de ver, no permite desarrollos puntuales  en el hilo narrativo, precisamente, por esta inmediatez de centinela, por esa, digamos, falta de oxígeno que arrebata al narrador.  La segunda persona anula el distanciamiento necesario para que determinados aspectos del espacio contextual  se muestren en su autonomía narrativa. Pero quizá sea esto, precisamente, lo que haya deseado producir como efecto implícito de su texto el escritor Miguel Ángel Hernández que  aquí nos presenta su diario Tiempo por venir, crónica íntima de los días inmediatamente anteriores a la pandemia y los transcurridos a través de la misma. Esta constricción en el ritmo narrativo, en realidad, una aceleración, es lo que el diarista se autoimpuesto como disciplina con la intención de resultar tan auténtico como eficaz en un documento cuya privacidad es relativa, pues las notas se han ido publicando en el periódico apenas redactadas, con lo que este diario también supone un compromiso con unos lectores que han esperado las fugitivas confesiones de un sutil cotilleo. Cabría preguntarse si un diario cuyas entradas se ha pactado publicar por entregas es en realidad un diario personal. Ahí todo depende de la habilidad del escritor en dosificar la información.  

El diario refleja las actividades del escritor, las del profesor universitario y las del articulista, integradas en una sola secuencia que cubre el día entero del que se pretende darnos noticia.  La elección de la tercera persona, vuelvo sobre ello,  estaría, de este modo, justificada tanto por motivos económicos como emotivos. El amanuense no desearía ir más allá de lo que es normativamente un diario de toda la vida: constatación cuasi mecánica, ordenada cronológicamente,  de los hechos y experiencias tanto de la vida diaria como de la profesional, indistintas, a fin de cuentas, en el seno del texto.

Hernández no se detiene en los detalles de lo que pueda ocurrirle, entre otras cosas porque no puede. No tiene espacio ni tiempo para ello. A marcha martillo el escritor más que consignar, filtra y recoge sensaciones y anécdotas a discreción, las articula sintetizadamente, las capta todas pero sin atomizarlas a través de una demora analítica. También es verdad que este tipo de escritura funcional y escueta puede resultar muy efectiva a la hora de no perder de vista las primeras impresiones de las cosas que pueden resultar las más cabales, a fin de cuentas, en la vida de todos los días. Es por ello que este diario, aunque pretenda serlo “de escritura” es más informativo que puramente literario. Hernández por querer decirlo todo, expresa menos. Por querer abarcar todo lo que ocurre, resulta menos, digamos,  enjundioso. Pero es que es de Perogrullo. Y este es el signo que se eleva del texto y lo ubica en el tiempo de la vida. No hay más u otra cosa porque este ritmo que es el que se vive es todo lo que es,  y ofrece, en principio una imagen suficiente de la vida de nuestro escritor que se confiesa desde el centro de la actividad que despliega.

Uno se pregunta leyendo este diario qué se pretende comunicar o qué impacto producir en el lector para que atienda con interés a los dolores de menisco o de cabeza, a la extrañeza urbana de moverse en la calle con desfiles de enmascarillados, o a la recurrencia ocasional y terapéutica a la masturbación de nuestro protagonista, entre otras cosas. Es posible que las instantáneas que conforman las notas de este diario se leyeran con interés distinto en su publicación en el periódico donde aparecían, cada equis tiempo, en Murcia, de donde es oriundo el escritor. La lectura rápida se efectuaría de este modo más puntualmente que ante la posibilidad de asimilar la cantidad íntegra en un libro de las notas publicadas periódicamente. No es porque al escritor le resulte difícil ser selectivo sino porque, quizá,  en el diario de un escritor haya que escribir de absolutamente todo, ya que todo es materia de escritura, de ficción, de confidencia. Ello justificaría la escritura cuasi como una pulsión que naufragara a placer en la loca idea de reflejar, a través de su registro, toda percepción de la realidad.   

El tipo de lenguaje elegido por el escritor para su diario es convencional y escueto, pero no por ello deja de transmitirnos las características elementales de una imagen global de su existir, de la que   irradian, además de algún que otro achaque físico, un gran dinamismo intelectual y brotes súbitos de felicidad.

       

 



DIARIO DE SUEÑOS

H.P Lovecraft

 

A pesar de que he disfrutado con alguno de sus cuentos, siempre he tenido una imagen pobre de Lovecraft, supeditada, en mi caso, a la de Poe, que inauguró mi imaginario con “ese puñado de obras maestras”, como decía Cortázar, “que son sus cuentos”, en una lejana y alucinada adolescencia, allá, por los setenta.

Comparado con Poe, Lovecraft se me antojaba un escritor de segunda, un autor de serie b, a veces, una cuasi patética copia del maestro de Boston. Esta circunstancia, de todos modos, no me ha impedido, con los años,  situar a Lovecraft donde creo le corresponde, vencer en parte mi prejuicio y reconocer las peculiaridad de su obra literaria. A mí Lovecraft se me antoja el proto-creador-guionista de todas las fantasías hollywoodienses de ciencia ficción y similares. Si comparamos las fantasías lovecraftianas con  cómo se ha representado en el cine norteamericano a través de las décadas el universo de lo fantástico-galáctico, creo que comprobaríamos que han salido de un mismo espíritu religioso y de unas mismas obsesiones.

Leyendo estos sueños, no puedo evitar la sospecha de que forman parte de una suerte de estrategia inconsciente para no hablar de lo realmente importante, el sexo, la muerte, el amor, tapándolo todo con un enorme despliegue de imaginería más o menos ingenua. Me gustan los sueños de Lovecraft, pero no logran transportarme como me ocurre en los casos de otros escritores. Los sueños de Lovecraft son prolongaciones de sus fantasías literarias o desleídos semilleros de las mismas. Por qué no logran fascinarme del todo estos sueños reside quizá en ese carácter un tanto mecánico o previsible que se encuentra en la escritura del autor. Pensando, precisamente, en el cine y en su corte de estereotipos, hay sueños de Lovecraft que recuerdan estos aspectos. Por ejemplo: Lovecraft sueña que persiguen a un monstruo. Este escapa dando un salto, cayendo sobre el caballo de uno de sus perseguidores. Echa a correr montado en el animal y se aleja, no sin antes, volverse y lanzar unas escalofriantes carcajadas, tal y como miles de veces hemos visto en películas y dibujos. Y tal gesto, Lovecraft lo sueña… ¿Quién instituye el tópico?  Ahora bien, Lovecraft apunta un sueño tenido en 1934, una experiencia onírica, más bien, y que el antologador Javier Calvo bautiza como El penúltimo despertar, que viene a ser la excepción a toda determinación escritural. La insólita persistencia del sueño sobre la vigilia, cómo el soñar se impone sobre la realidad cotidiana hasta indistinguirse, ocasionalmente, de ella, hacen de este sueño una experiencia fascinante. 

 Lovecraft llega a enorgullecerse de que sus sueños no se ajusten al  tipo de análisis que Freud lleva a cabo de los contenidos oníricos sometidos al psicoanálisis, explicando en una carta a un amigo que él sueña con paisajes de la infancia y los puebla de seres y experiencias extrañas escapando así a la exposición probable de conflictos personales. O bien el aparataje de la autocensura inconsciente le funcionó tan bien que no dejó fisuras, o bien todo el despliegue de sus monstruos es la amplia y palpable metamorfosis en que su psicosis se camufló. O bien la mente de Lovecraft era de tal virginidad que no se dedicó en su vida a otra cosa que a imaginar mundos innombrables y seres gomosos evolucionando por sus confines, tal y como la remota tradición mitológica anglosajona que, arcanamente, viajaba por sus venas, le dictó.

       

      

 

 

DIARIO DEL ÚLTIMO AÑO

Florbela Espanca

 

Son poco más de cincuenta páginas las que constituyen este diario, pero resultan ser las últimas que la poeta portuguesa escribió antes de despedirse voluntariamente del mundo. Considerada por Pessoa como un alma hermana, como una igual al autor luso, al examinar su obra poética, el temperamento y las incidencias finales de su vida, no cuesta imaginarse la vida de la poeta lindando con rumores y umbrales, a punto de atomizarse bajo los rayos de un sol de poniente, sumida en la evocación más típicamente poética.

A veces, un autor, sea novelista o poeta, por el grado de autenticidad, de franqueza en el sentir,  por las características de su persona y de su obra, permite este tipo de asociaciones que lo definen en el cuestionario histórico de los creadores. A veces, el artista, se nos muestra tan próximo a su obra, tan impregnado del simbolismo que se derive de la misma que fácilmente surgen los estereotipos y las consideraciones fatales. Florbela es un alma delicada y efímera. Cualidades semejantes justifican el juicio fascinado y la justificación mitológica y más cuando un suicidio ha consagrado tal sensibilidad para la eternidad, para la memoria literaria.

Las notas de este diario último estaban preñadas de languidez y de precisión calificativa, de abismo y de asunción de ese abismo. Florbela está a punto de despedirse de nosotros en cada anotación, sin perder la lucidez, o quizá, precisamente, por ello mismo.   Florbela ironiza sobre sí misma, sobre sus pretensiones, sobre su hipersensibilidad, se lamenta por la juventud perdida,   sin dejar de entregase a intuiciones alucinadas sobre su destino, considerando que la inteligencia produce la dilucidación de objetos que luego, la miseria de los días se llevará o ignorará.

Como gesto ineludible de narcisismo nos dice que es una lástima que la belleza moral que habite en su persona, acabe por no ser valorada o percibida por los demás. Pero la vida y la obra de nuestra poeta ya resultan lo suficientemente elocuentes como para que eso suceda.

Las entradas consecutivas de los días 20 y 24 de noviembre de 1930 son impresionantes. En la primera se pregunta si la muerte será el fin de todo o un paso a otro lugar, la indescriptible metamorfosis hacia la esperanza. 

En la anotación del día siguiente, el fulgor velado de las imágenes anula todo comentario de nuestra parte: hay sueños muertos, como violetas aplastadas, en la piel fina y macerada de los párpados.

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