TIEMPO
POR VENIR
Miguel
Ángel Hernández
Que la lectura de una
obra literaria tenga que articularse a través de la segunda persona, confieso
que es algo que nunca ha sido de mi gusto: resulta demasiado conminatoria, demasiado
inquisitorialmente pegada a la conciencia. Por otro lado, a mi modo de ver, no
permite desarrollos puntuales en el hilo
narrativo, precisamente, por esta inmediatez de centinela, por esa, digamos,
falta de oxígeno que arrebata al narrador. La segunda persona anula el distanciamiento
necesario para que determinados aspectos del espacio contextual se muestren en su autonomía narrativa. Pero
quizá sea esto, precisamente, lo que haya deseado producir como efecto
implícito de su texto el escritor Miguel
Ángel Hernández que aquí nos presenta
su diario Tiempo por venir, crónica íntima de los días inmediatamente
anteriores a la pandemia y los transcurridos a través de la misma. Esta
constricción en el ritmo narrativo, en realidad, una aceleración, es lo que el
diarista se autoimpuesto como disciplina con la intención de resultar tan
auténtico como eficaz en un documento cuya privacidad es relativa, pues las
notas se han ido publicando en el periódico apenas redactadas, con lo que este
diario también supone un compromiso con unos lectores que han esperado las
fugitivas confesiones de un sutil cotilleo. Cabría preguntarse si un diario cuyas
entradas se ha pactado publicar por entregas es en realidad un diario personal.
Ahí todo depende de la habilidad del escritor en dosificar la información.
El diario refleja las
actividades del escritor, las del profesor universitario y las del articulista,
integradas en una sola secuencia que cubre el día entero del que se pretende
darnos noticia. La elección de la
tercera persona, vuelvo sobre ello, estaría, de este modo, justificada tanto por
motivos económicos como emotivos. El amanuense no desearía ir más allá de lo
que es normativamente un diario de toda la vida: constatación cuasi mecánica,
ordenada cronológicamente, de los hechos
y experiencias tanto de la vida diaria como de la profesional, indistintas, a
fin de cuentas, en el seno del texto.
Hernández no se detiene
en los detalles de lo que pueda ocurrirle, entre otras cosas porque no puede. No
tiene espacio ni tiempo para ello. A marcha martillo el escritor más que
consignar, filtra y recoge sensaciones y anécdotas a discreción, las articula
sintetizadamente, las capta todas pero sin atomizarlas a través de una demora
analítica. También es verdad que este tipo de escritura funcional y escueta
puede resultar muy efectiva a la hora de no perder de vista las primeras
impresiones de las cosas que pueden resultar las más cabales, a fin de cuentas,
en la vida de todos los días. Es por ello que este diario, aunque pretenda
serlo “de escritura” es más informativo que puramente literario. Hernández por
querer decirlo todo, expresa menos. Por querer abarcar todo lo que ocurre,
resulta menos, digamos, enjundioso. Pero
es que es de Perogrullo. Y este es el signo que se eleva del texto y lo ubica
en el tiempo de la vida. No hay más u otra cosa porque este ritmo que es el que
se vive es todo lo que es, y ofrece, en
principio una imagen suficiente de la vida de nuestro escritor que se confiesa
desde el centro de la actividad que despliega.
Uno se pregunta leyendo
este diario qué se pretende comunicar o qué impacto producir en el lector para que
atienda con interés a los dolores de menisco o de cabeza, a la extrañeza urbana
de moverse en la calle con desfiles de enmascarillados, o a la recurrencia
ocasional y terapéutica a la masturbación de nuestro protagonista, entre otras
cosas. Es posible que las instantáneas que conforman las notas de este diario
se leyeran con interés distinto en su publicación en el periódico donde
aparecían, cada equis tiempo, en Murcia, de donde es oriundo el escritor. La
lectura rápida se efectuaría de este modo más puntualmente que ante la
posibilidad de asimilar la cantidad íntegra en un libro de las notas publicadas
periódicamente. No es porque al escritor le resulte difícil ser selectivo sino
porque, quizá, en el diario de un
escritor haya que escribir de absolutamente todo, ya que todo es materia de
escritura, de ficción, de confidencia. Ello justificaría la escritura cuasi
como una pulsión que naufragara a placer en la loca idea de reflejar, a través
de su registro, toda percepción de la realidad.
El tipo de lenguaje
elegido por el escritor para su diario es convencional y escueto, pero no por
ello deja de transmitirnos las características elementales de una imagen global
de su existir, de la que irradian, además de algún que otro achaque
físico, un gran dinamismo intelectual y brotes súbitos de felicidad.
DIARIO DE SUEÑOS
H.P
Lovecraft
A pesar de que he
disfrutado con alguno de sus cuentos, siempre
he tenido una imagen pobre de Lovecraft,
supeditada, en mi caso, a la de Poe,
que inauguró mi imaginario con “ese puñado de obras maestras”, como decía Cortázar, “que son sus cuentos”, en una
lejana y alucinada adolescencia, allá, por los setenta.
Comparado con Poe,
Lovecraft se me antojaba un escritor de segunda, un autor de serie b, a veces,
una cuasi patética copia del maestro de Boston. Esta circunstancia, de todos
modos, no me ha impedido, con los años, situar a Lovecraft donde creo le corresponde,
vencer en parte mi prejuicio y reconocer las peculiaridad de su obra literaria.
A mí Lovecraft se me antoja el proto-creador-guionista de todas las fantasías
hollywoodienses de ciencia ficción y similares. Si comparamos las fantasías
lovecraftianas con cómo se ha
representado en el cine norteamericano a través de las décadas el universo de
lo fantástico-galáctico, creo que comprobaríamos que han salido de un mismo espíritu
religioso y de unas mismas obsesiones.
Leyendo estos sueños, no puedo evitar la sospecha de que forman parte de una suerte de estrategia inconsciente para no hablar de lo realmente importante, el sexo, la muerte, el amor, tapándolo todo con un enorme despliegue de imaginería más o menos ingenua. Me gustan los sueños de Lovecraft, pero no logran transportarme como me ocurre en los casos de otros escritores. Los sueños de Lovecraft son prolongaciones de sus fantasías literarias o desleídos semilleros de las mismas. Por qué no logran fascinarme del todo estos sueños reside quizá en ese carácter un tanto mecánico o previsible que se encuentra en la escritura del autor. Pensando, precisamente, en el cine y en su corte de estereotipos, hay sueños de Lovecraft que recuerdan estos aspectos. Por ejemplo: Lovecraft sueña que persiguen a un monstruo. Este escapa dando un salto, cayendo sobre el caballo de uno de sus perseguidores. Echa a correr montado en el animal y se aleja, no sin antes, volverse y lanzar unas escalofriantes carcajadas, tal y como miles de veces hemos visto en películas y dibujos. Y tal gesto, Lovecraft lo sueña… ¿Quién instituye el tópico? Ahora bien, Lovecraft apunta un sueño tenido en 1934, una experiencia onírica, más bien, y que el antologador Javier Calvo bautiza como El penúltimo despertar, que viene a ser la excepción a toda determinación escritural. La insólita persistencia del sueño sobre la vigilia, cómo el soñar se impone sobre la realidad cotidiana hasta indistinguirse, ocasionalmente, de ella, hacen de este sueño una experiencia fascinante.
Lovecraft
llega a enorgullecerse de que sus sueños no se ajusten al tipo de análisis que Freud lleva a cabo de
los contenidos oníricos sometidos al psicoanálisis, explicando en una carta a
un amigo que él sueña con paisajes de la infancia y los puebla de seres y
experiencias extrañas escapando así a la exposición probable de conflictos
personales. O bien el aparataje de la autocensura inconsciente le funcionó tan
bien que no dejó fisuras, o bien todo el despliegue de sus monstruos es la amplia
y palpable metamorfosis en que su psicosis se camufló. O bien la mente de
Lovecraft era de tal virginidad que no se dedicó en su vida a otra cosa que a
imaginar mundos innombrables y seres gomosos evolucionando por sus confines,
tal y como la remota tradición mitológica anglosajona que, arcanamente, viajaba
por sus venas, le dictó.
DIARIO DEL ÚLTIMO AÑO
Florbela Espanca
Son poco más de
cincuenta páginas las que constituyen este diario, pero resultan ser las
últimas que la poeta portuguesa escribió antes de despedirse voluntariamente
del mundo. Considerada por Pessoa
como un alma hermana, como una igual al autor luso, al examinar su obra
poética, el temperamento y las incidencias finales de su vida, no cuesta
imaginarse la vida de la poeta lindando con rumores y umbrales, a punto de
atomizarse bajo los rayos de un sol de poniente, sumida en la evocación más típicamente
poética.
A veces, un autor, sea
novelista o poeta, por el grado de autenticidad, de franqueza en el sentir, por las características de su persona y de su
obra, permite este tipo de asociaciones que lo definen en el cuestionario
histórico de los creadores. A veces, el artista, se nos muestra tan próximo a
su obra, tan impregnado del simbolismo que se derive de la misma que fácilmente
surgen los estereotipos y las consideraciones fatales. Florbela es un alma
delicada y efímera. Cualidades semejantes justifican el juicio fascinado y la
justificación mitológica y más cuando un suicidio ha consagrado tal
sensibilidad para la eternidad, para la memoria literaria.
Las notas de este diario
último estaban preñadas de languidez y de precisión calificativa, de abismo y
de asunción de ese abismo. Florbela está a punto de despedirse de nosotros en
cada anotación, sin perder la lucidez, o quizá, precisamente, por ello mismo. Florbela
ironiza sobre sí misma, sobre sus pretensiones, sobre su hipersensibilidad, se
lamenta por la juventud perdida, sin
dejar de entregase a intuiciones alucinadas sobre su destino, considerando que
la inteligencia produce la dilucidación de objetos que luego, la miseria de los
días se llevará o ignorará.
Como gesto ineludible de
narcisismo nos dice que es una lástima que la belleza moral que habite en su persona,
acabe por no ser valorada o percibida por los demás. Pero la vida y la obra de
nuestra poeta ya resultan lo suficientemente elocuentes como para que eso
suceda.
Las entradas
consecutivas de los días 20 y 24 de noviembre de 1930 son impresionantes. En la
primera se pregunta si la muerte será el fin de todo o un paso a otro lugar, la
indescriptible metamorfosis hacia la esperanza.
En la anotación del día siguiente,
el fulgor velado de las imágenes anula todo comentario de nuestra parte: hay sueños muertos, como violetas
aplastadas, en la piel fina y macerada de los párpados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario