Es un lugar común manifestar cierto interés morboso ante el poder evocador de las fotografías porque se trata de un poder evocador melancólico. En la mayoría de las ocasiones, cuando revisamos las imágenes fotográficas no hacemos sino constatar una cosa: el pasado. Las fotografías nos muestran a las personas como inevitables víctimas del tiempo. Sin embargo, confieso que en los últimos años,- me coloco como ejemplo de esta singularidad - he ido experimentando un cambio con respecto a estas sensaciones que provocan las fotografías. Mi percepción de las fotografías de hace algún tiempo ya no resulta tan última o determinada. Ha ido creciendo en mí, a veces, repentinamente, una recepción del tiempo que no se estanca en el pasado sino que contempla niveles de tiempo restituidos a su presente, como si lo que fue experimentase una regresión hacia delante que lo devolviera, en parte, al presente. Las personas no fueron retratadas en el pasado sino en el presente que habitaban. Es cierto que ese presente es con respecto al nuestro un pasado. La red del tiempo se teje así: todo depende desde dónde contemplemos la ubicación del otro. Pero, como digo, al descubrir determinadas fotografías y analizarlas desde el presente concreto en el que se efectuó esa imagen, veo que esta reclama con naturalidad un puesto que trasciende la sucesión temporal.
Es decir, que lo que la fotografía representa
para mí en este momento no es esa fatalidad de la muerte: experimento grados de
realidad que no están destinados automáticamente a la finitud. Percibo que lo
que veo tan claramente ocupa un grado de realidad que persiste y que, me
atrevería a decirlo, permanece en otro lugar distinto a la realidad actual o
cotidiana.
Quizá aquí se confunda realidad con simbología o con representación. Lo que intento insinuar es que lo que veo en la
foto y que ya no está con nosotros permanece en un lugar y tempo soberanos que,
en definitiva, casi son los mismos que los que ocupaba la persona desaparecida
cuando vivía junto a nosotros. Seremos lo
que fuimos.
Todas estas observaciones han vuelto a mi pensamiento al encontrarme con esta vívida foto de Bob Marley en la red. No la conocía, pero me ha sorprendido esa nitidez - ignoro si está retocada, pero daría igual - que borra la cantidad de años que hace que el cantante falleció. De pronto veo a Marley más vivo que nunca, actuando tranquilamente ante mi vista, de nuevo.
Contemplo, examino esta imagen de mi adorado Bob Marley de la adolescencia torrevejense y me es imposible sumirme en ningún lamento, no hay motivo para funerales ningunos. Hace más de cuarenta años que Marley desapareció. Este tiempo transcurrido me parece una enormidad, un fardo que oprime la mente al querer remontarlo o evitarlo. Pero al mirar de nuevo la imagen tal montón de años me resultan una fantasmada. Marley está ahí, no aniquilado por un batallón de décadas. No hace acuse de semejante construcción, de semejante artificio.
Decía Roland Barthes en su estudio semiótico sobre
la imagen fotográfica que a veces esta se asemejaba al lienzo de Turín:
la persona retratada en la fotografía podía emerger del pasado, resucitar ante nuestra entregada y minuciosa apreciación.
Las personas que se han ido están donde estaban
pero no ya en nuestro conciso y maltrecho aquí: este sólo ha servido de
trampolín, de estancia para lo inmanente.

No hay comentarios:
Publicar un comentario