Me gusta la poesía de
Gimferrer. Iba a escribir, “Todavía
me gusta…” ¿Qué quiere decir esto: que me encantaba la obra de este autor hace
unos años, pero que me he distanciado de su lectura, que ya no la venero como
antes, cuando tenía veintitantos años y todo era pasión e inteligencia
apasionada? Lo que quiere decir es que a pesar del tiempo transcurrido, me
sigue interesando la poesía y que la ofertada por Gimferrer en concreto, aunque
en algún momento su lectura se vea aureolada por ciertos destellos melancólicos
al remitirme a un pasado más feliz y menos complejo que el tiempo presente,
consigue ilusionarme y fascinarme con su belleza y despliegue de imágenes. Entonces
¿sobre quién pesa más el tiempo: sobre la obra de Gimferrer o sobre sus
lectores, en este caso, yo?
Con el paso del tiempo, - el fastidioso tema de siempre que lo modifica todo - , no es que nos hartemos de los libros que hemos leído con placer y pasión, sino que la fe ciega que practicábamos con aquellos autores que leíamos sin que admitiésemos crítica alguna porque eran nuestros preferidos y nos volvían locos, cede en unos cuantos grados. Antes lo que eran genialidades de un estilo, ahora ya no nos lo parece tanto; antes lo que identificaba la escritura de un novelista o poeta que disfrutaba de nuestro seguimiento sin fisuras, ahora nos fastidia, nos parecen manías prescindibles. Antes, el universo que representaba la obra de un escritor era irrefutable, nadie podía describirlo mejor. Ahora ya no nos sorprende tanto lo que cuenta, podría decirse de otro modo, combinarse sus elementos en acorde con la abundante información de que disponemos actualmente. De todos modos, aunque la emotividad y expectación que la literatura de un autor nos ofrecía en años pasados, haya decrecido o incluso casi desaparecido, debemos darnos cuenta de que todos estos procesos son subjetivos, es decir, dependen de la ubicación intelectual y vital que ocupemos o que vayamos ocupando, y que el placer que nos procuraban estas obras literarias de nuestro pasado, puede súbitamente regresar, según las metamorfosis intimas de nuestros deseos. Por ejemplo, cuántas veces me creí distanciado definitivamente de la poesía surrealista o expresionista, y me sorprendí a mí mismo, volviendo a frecuentar los libros que devoré en la adolescencia y primera adultez. Teniendo en cuenta que la obra literaria es una oferta de mundos específica diseñada por un creador particular, todo encuentro con un libro supone un remover, un estimular, un activar tanto nuestra imaginación como nuestra memoria, de tal modo que la inmersión en la obra literaria puede implicar un viaje renovador en el tiempo a las fuentes de la inspiración ubicadas en un texto leído hace cuarenta años o bien, antes de ayer. Se dice que no hay hábito mejor que la relectura, y estoy de acuerdo con ello, porque al practicarla descubres aspectos y significaciones que no eran tan manifiestos en la primera lectura. Descubrimos de este modo un pequeño milagro, la capacidad de la obra literaria para renovar sus símbolos, la vida concreta que la obra exhibe en cuanto una nueva lectura detecta dimensiones no percibidas anteriormente.
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