Últimamente
no hago otra cosa que comprobar cómo el lenguaje, las expresiones corrientes
que usamos, incluso las frases hechas y otros estereotipos verbales hacen
posible la comunicación entre personas de muy distinta índole cultural y social.
Puedo irme, por ejemplo, al caso extremo de criminales intentando explicar ante
las autoridades porqué han actuado de la manera que lo han hecho, o por
ejemplo, en una encendida discusión vecinal en la que los contendientes son de
un nivel cultural bajo y, sin embargo, llegan a un acuerdo provisional a través
de expresiones predeterminadas.
En
realidad este fijarme en cómo se comunica la gente no traduce sino una angustia
personal cuyas incidencias específicas no precisaré aquí. A veces, cuando te
das un atracón de información, cuando se te ocurre, temerariamente, abandonarte
ante el televisor o la pantalla del ordenador, se te pueden colapsar las
resistencias que como ser humano, medianamente civilizado, posees. El egoísmo
general, el sectarismo, la violencia ambiental, el clima generalizado de
rechazo, bombardean tus depósitos de esperanza. Una cosa es estar al día y otra
dejar que la masa de imágenes y de noticias basura te saturen el cerebro.
Pero
hay posibilidades de renacer, de continuar y de considerar el lenguaje como
algo mucho más denso y complejo que un apoyo inmediato. Cómo me sorprendo a mí
mismo empleando locuciones, palabras y dichos que mi padre o mi madre empleaban
cuando yo era un adolescente y que poseen toda su contundencia y claridad
familiar. Es entonces cuando tiembla en mí una esquirla de luz muy singular. Cuando
percibo esto, además, en un amigo o familiar, es como si la memoria de nuestra
idiosincrasia y de nuestro pensamiento fulgurara súbitamente para asegurarnos
de que el hilo vital que nos une como generación de hablantes no se pierde ni
se perderá.

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