En el Centro Cultural Las Claras de Murcia se inauguró el pasado 26 de septiembre una exposición sobre el Cubismo y las tendencias pictóricas que se derivaron de aquel movimiento.
En la exposición podemos encontrarnos con obras de Matta, Braque, Picasso, Lam o Pettoruti.
En la sala de abajo, para mi sorpresa, me topé de frente con una muestra de Duchamp. Era la primera vez que tenía delante de mí obras del mítico artista, pero la sorpresa no se correspondió con el grado de fascinación que se supone semejante personaje de la vanguardia me tenía que comunicar. Confieso que no me encontraba demasiado lúcido aquella tarde, pero tampoco especialmente torpe. También es cierto que Duchamp no tenía por qué deslumbrarme a mí, específicamente, y que, con toda probabilidad, la cantidad de literatura que este autor ha generado, también ha provocado, inevitablemente, cierto efecto de saturación mistificante que, ocasionalmente, puede inducirnos al hastío. En la exposición se encontraba una réplica del famoso maletín en el que guardaba una colección de lo más representativo de su obra. El maletín estaba colocado en una vitrina, y yo me aproximé cautelosamente, casi simulando ante mí mismo,- no obstante, ahí estaban las cámaras de seguridad grabándolo todo-, porque tenía ante mis ojos una de las obras cruciales del siglo XX y el torpe rumor de mis pasos estaba osando alterar la quietud gélida y mistérica de su entorno. Examiné con detenimiento el contenido del mítico maletín. Vi unos dibujos esquemáticos sobre un fondo sucio color chocolate. Los conocía ya de haberlos visto innumerables veces en grabados, libros y enciclopedias. Lo que más me fascinó fue, precisamente, ese aspecto sucio de las figuras, es decir, cómo el tizne del tiempo había ensombrecido el aspecto de unas formas que se suponen pertenecían a la vanguardia artística, a una modernidad de las significaciones con cuyo desciframiento todavía luchamos hoy. (La modernidad es también un asunto viejo, tiene memoria ya, pensé). Ese aspecto pobre, la pura inercia objetual de "aquello" que había ahí, se me impuso a lo que significaba. Con Picasso no me ocurrió lo mismo. En cualquier pieza del autor malageño, incluso en el más insignificante dibujo, siempre alienta un ambiente remoto, mítico. Eso mismo es lo que sentí en las pocas obras que recoge esta muestra de Las Claras. Duchamp me dejó con algo de incertidumbre. Llegué a pensar, saliendo de la exposición, que los que dicen que la mayoría del arte contemporáneo es una tomadura de pelo, tenían razón. También pensé que la genialidad de Duchamp no reside en sus obras sino en sus gestos. Gestos determinantes para el arte moderno. Duchamp no es un camelo, por supuesto, pero sus hagiógrafos casi nos obligan a relativizarlo.
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