martes, 3 de noviembre de 2009



PILAR RAHOLA, AMANTE DE LOS CORNÚPETAS.


En el debate del programa 59 segundos del día 28 de octubre acerca de la supresión en Cataluña de las corridas de toros, liderada por la tan encantadora como inenarrable Pilar Rahola, el argumento que Sánchez Dragó expuso en contra de semejante proyecto, me pareció más audaz e interesante que la sarta de cansinos estereotipos esgrimidos por la política catalana. Dragó denunciaba la manía legislativa de controlarlo todo, la intromisión compulsiva del estado en los más dispares avatares del ciudadano, cuyo efecto, en vez de civilizar, no hace sino intoxicar el ejercicio de la libertad. Rahola, iluminada por la verdad, fanática expositora - en este punto - del pensamiento políticamente correcto, levantaba el dedo como los ayatolás, al borde del espasmo (como siempre). Ya se sabe, ella es más torera que los toreros.

Es increíble advertir cómo nos pueden cegar nuestras convicciones, sin darnos cuenta de que a pesar de esa certidumbre, tales convicciones pueden no ser sino puntos de vista sobre un asunto que por su complejidad, admita varias interpretaciones.

Si las corridas fueran meramente una tortura a un animal, no hubieran generado los géneros literarios y pictóricos que han inspirado, no tendrían tal grado de representación, no existiría la puesta en escena que todos conocemos ni su tradición hubiera alcanzado tal prestigio. La dimensión simbólica y mítica de las corridas es precisamente lo que no les interesa discutir ni pensar a los antitaurinos. Y ahí radica el problema, puesto que para los protaurinos la consideración de esa dimensión simbólica es indesligable de la ejecución material de la corrida, a no ser que consideremos que las corridas sean un rito milenario degradado, convertido en espectáculo. De todas maneras, para los ecologistas sólo una cosa está clara: las corridas son un anacronismo. Pero también la poesía es un anacronismo para algunos (para bastante algunos); por ello, defender según qué tipo de presuntos anacronismos, es un acto de lucidez y de resistencia a la uniformidad. El sufrimiento no se elimina por decreto. El toro no es torturado, como vulgarmente se dice y se repite, sino sacrificado. Y valorar esto nos introduciría en un contexto denso, en el contexto de lo misterioso y de lo religioso, cuestión, repetimos, bien extraña al discurso ecologista.

En la sociedad de la telebasura, de la manipulación mediática, de la proliferación estupidizante de clichés, de la trivialidad como emblema, ¿cómo afirmar que lo que se celebra bajo la apariencia de una fiesta, es un misterio a plena luz del día? El agresivo cuestinamiento de las corridas de toros hoy no deja de ser síntoma de un abanico mayor de otros cuestionamientos coyunturales. Teniendo en cuenta el complejo de culpabilidad en que se encuentra sumido Occidente por su pasado bélico e imperialista, el virus de exasperante relativismo que recorre el pensamiento filosófico y la sorda volatilización de valores que pende sobre nuestras cabezas, la eliminación de las corridas se añadiría al cuadro revisionista que actualmente nos aturde y sólo podría experimentarse, en el espectro simbólico de la cultura, como una pérdida, -una pérdida más - y muy equívocamente como un progreso.


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