CRÓNICAS ROMANAS
Gabriele D´Annunzio
FÓRCOLA
Nada más impregnado de temporalidad que el género periodístico-literario que solemos conocer bajo el nombre de "crónicas". El propio término ya está indicando cómo se refiere a lo que se refiere: por períodos continuos, crónicamente. Lo crónico remite a una forma rítmica, repetitiva. Y toda forma rítmica contiene o implica una medida de tiempo. Y ningún género más inmediatamente ilustrativo de lo que se produjo en el tiempo, durante una época, década o número específico de años, que la crónica.
Dicho esto, que justificaría toda mitología literaria o personal sobre el tiempo, confieso mi debilidad por las languideces, por las lentitudes, por las voluptuosidades decimonónicas, por todo ese exquisito ciclo finisecular que produjo el simbolismo, el modernismo, el decadentismo.
Y adelanto esta confesión porque entiendo que el encanto particular de estas crónicas dannunzianas hubiera sido de otro signo si correspondiesen a época distinta a la que cito y a la que, felizmente, perteneció el escritor.
Las crónicas de D´Annunzio no incluyen memorables reflexiones estéticas, son listas de objetos, eventos y observaciones marcados por la actualidad del momento. Suponen en su conjunto, un catálogo de lo más selecto y mundano de la sociedad finisecular italiana del Ottocento.
Cada época tiene su tempo, sus formas. Y pocas cosas más inmediatamente expresivas del ser concreto de la época en cuestión que las costumbres, la moda en el vestir, las celebraciones, los modos de socializarse.
Con ligereza y encanto, D´Annunzio nos habla de pianistas y de vestidos de raso, de fiestas en embajadas y subastas de bibelots, de funerales y bailes, de bodas y óperas, de teatros y escaparates, del impacto del sol en los cascabeles de los caballos de los carreteros, de las pieles de nutria exhibidas por la condesa de no se qué y la de no sé cuántos, de los carnavales, de la lluvia en Roma, de los brocados y los diputados, de la florida lencería disponible en el mercado, de las soleadas soledades de la capital durante el verano, de veladas y tipos de peinado...
Para el lector actual, la serie de cosas a las que D´Annunzio alude, conforman un nutrido conjunto epocal, un sabroso corpus de objetos semióticos dispuestos al estudio y ávido rastreo de mundos que fueron.
Y si algo destaca en este corpus por la especificidad con que su apariencia la mima, adorna, camufla, transforma y sublima, es la mujer. La relación de encajes, corsés, tipos de manguitos, paños, pieles, plumas; de todo ese frondoso conjunto de vestimentas que protegen o dan solemne forma al cuerpo, con la retórica estético-decadente, a la que D´Annunzio pertenece, es manifiesta.
Para nosotros, habituados a la ropa ajustada, cuasi ajenos a la seducción lenta, nada más artificioso, pomposo y extravagante que las mujeres ahogadas bajo las ropas que D´Annunzio adora y se recrea en describir.
El delirio estético explota en la descripción de los trajes. La mujer es su traje. Y las que visten de negro seducen tan inmediata y mórbidamente como lo hace esa turbia tonalidad actualmente en vestimentas más manifiestamente fetichistas. Aquellas señoras, que habían asumido todas las pesadas minucias del protocolo en su propia indumentaria, aquellas mujeres con sus mangas, hombreras, moños, sombreros, abrigos y paraguas, adoptaban un aspecto cuasi alucinógeno. Y todo aquél despliegue de apariencias hace las delicias erótico-literarias de D´Annunzio.
Lo que a nosotros nos choca, el entusiasmo del escritor italiano por aquella prendas que camuflaban el cuerpo, que lo escamoteaban, de alguna manera, con la lluvia de adornos y pieles, es lo que marca la cualidad aristocratizante del gusto, el ritmo con que se demora desnudar el cuerpo.
Precisamente, el secreto placer del decadente es demorarse, retrasar voluntariamente, el acceso al cuerpo, atravesando voluptuosamente, todo ese florido despliegue de prendas y gasas, que lo ciñen, que lo rodean acariciadoramente.
Recordemos lo que Mallarmé decía acerca a de la función en poesía de la sugerencia, y que aplicado al erotismo, marca su diferencia con la pornografía: el erotismo dosifica lo que decide mostrar, mientras que la pornografía consiste, sistemáticamente, en mostrarlo todo.
D´Annunzio nos informa de otros aspectos que alguna vez nos hemos podido plantear por pura curiosidad. Cómo aguantaban los asistentes a un concierto la duración del espectáculo en una instalación cerrada durante el verano, por ejemplo.
Y aunque la moda pase de moda, como diría el poeta Carlos Oroza, la obsesión por esa delicada y misteriosa criatura que es la mujer, independientemente de que las vestimentas resaltasen o trabasen sus curvas, conecta las observaciones de D´Annunzio con un melancólico motivo propio de la lírica urbana moderna, que Baudelaire fuera el primero en recoger, y que se convierte en el motor del texto de Nadja, de Breton: la intriga que produce la belleza de una misteriosa dama con los ojos pintados de violeta que desaparece en una calle solitaria y que no vuelve a ser vista nunca más.
Lo que a nosotros nos choca, el entusiasmo del escritor italiano por aquella prendas que camuflaban el cuerpo, que lo escamoteaban, de alguna manera, con la lluvia de adornos y pieles, es lo que marca la cualidad aristocratizante del gusto, el ritmo con que se demora desnudar el cuerpo.
Precisamente, el secreto placer del decadente es demorarse, retrasar voluntariamente, el acceso al cuerpo, atravesando voluptuosamente, todo ese florido despliegue de prendas y gasas, que lo ciñen, que lo rodean acariciadoramente.
Recordemos lo que Mallarmé decía acerca a de la función en poesía de la sugerencia, y que aplicado al erotismo, marca su diferencia con la pornografía: el erotismo dosifica lo que decide mostrar, mientras que la pornografía consiste, sistemáticamente, en mostrarlo todo.
D´Annunzio nos informa de otros aspectos que alguna vez nos hemos podido plantear por pura curiosidad. Cómo aguantaban los asistentes a un concierto la duración del espectáculo en una instalación cerrada durante el verano, por ejemplo.
Y aunque la moda pase de moda, como diría el poeta Carlos Oroza, la obsesión por esa delicada y misteriosa criatura que es la mujer, independientemente de que las vestimentas resaltasen o trabasen sus curvas, conecta las observaciones de D´Annunzio con un melancólico motivo propio de la lírica urbana moderna, que Baudelaire fuera el primero en recoger, y que se convierte en el motor del texto de Nadja, de Breton: la intriga que produce la belleza de una misteriosa dama con los ojos pintados de violeta que desaparece en una calle solitaria y que no vuelve a ser vista nunca más.
1 comentario:
Un comentario entusiasta, estimado José María, que delata al lector atento a los matices. Muchas gracias por tu generosa reseña. Javier Fórcola
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