Difícilmente
puede uno distanciarse de la experiencia propia para juzgarla desde un más allá
de su sensibilidad inmediata. Sólo la
escritura permite este trascender y dar testimonio a un tiempo, y es en este
ámbito donde toda estrategia para producir esa confesión se legitima y en donde,
por ello mismo, todo se hace signo
explícito de maniobras: emborronar autorías,
confundir recorridos, multiplicar ilusoriamente los términos de tal
vivencia, confirmar la intensidad que se ha vivido, que nos ha transformado y que,
para nuestro desconcierto, ya no está.
Algo de esta operación sutil se produce en Fragmentos de la llama, donde poemas y textos de los poemas, valga
esta distinción finalmente indistinta, se intercambian posicionamientos e
interpretaciones.
Efectivamente.
El texto es un camuflaje donde vehicular discursos y parlamentos, ubicar tanto la experiencia dolorosa como la
pletórica. Rafael González no juega a crear meramente un apócrifo: el acto de
distanciamiento sobre su propio testimonio poético que evidencia al final del
poemario es un acto positivo: nos dice que el amor se produjo, al tiempo que
alerta que todo lo consignado en los poemas es sólo literatura, como diría el
clásico. Si el poeta se inclina por esta vía, por la de contemplar sus
experiencias como casi anónimas, quizá sea porque no hay otro modo de representar
tales experiencias en el vértigo de los devenires; porque siendo la experiencia
erótica una de las más intensas que pueda registrar la persona, tal intensidad
la convierta tanto en algo indescriptible como en certera materia de poesía y
literatura. Por otro lado, la discreción
personal queda de este modo, justificada. Ni hay cita de nombres propios ni de
lugares reales, es decir, reconocibles por el lector, que hagan demasiado
evidentes los trazos biográficos. La imagen precisamente labrada vela un yo
indiscutible pero esquivo que no es sino apuntalamiento de una experiencia real:
la que manifiestan los poemas. El juego interno de espejos, continúa.
Fragmentos de la llama es un poemario erótico de autoría no confusa sino
convergente: los poemas nos revelan el itinerario de una voz, que finalmente
repliega su aventura como sueño o éxtasis secreto. Lo que ocurre es que el amante que escribe no quiere ser abiertamente localizado.
El
acto amoroso es un acto sacral y como tal se celebra. Por otro lado, se
reivindica la inocencia de los amantes, sin evitar la significación entrañable de
la fusión de los instintos: y el animal
del tiempo/bebe del útero de miel.
El
poema final del libro es una suerte de código que nos remite al carácter
puramente textual de la confesión erótica, lo que no significa, como hemos
dicho, que esta no se haya producido.
Fragmentos de un discurso abierto
escribe el poeta, (“fragmentos de un discurso amoroso”, escribiríamos nosotros,
revelando el referente barthesiano de este poema o de toda su poética); discurso semiótico, dice el poeta donde
pareciera hallarse una tautología, pero que sabemos imagen intencionada por las
causas que hemos expuesto.
En
Fragmentos de la llama encontramos una celebración neta de la unión erótica, en
la que a través de una utilización heterodoxa de la métrica, fluyen imágenes
precisas y barrocas de la pasión, pero que si el poeta acaba por contemplar con
cierto distanciamiento, quizá no sea debido sino a que la intensidad lleva como
ineludible hermana circunstancial la fugacidad de tal intensidad. Aquí, cierta extrañeza, a pesar de todos los furores, no deja de aflorar.
Escribe
Rafael González: Qué piedad podemos
pedir/a los verbos que conjugan en pasado;/qué magma de arterias/a las semillas
que nunca germinaron,/sometidas a la intemperie de una sed sin manantial.
Nos lloverán todas las crisis imaginables,
pero sigue siendo en la poesía donde encontraremos un modo memorable de referir
el caos y el vértigo del vivir, confirmando que nuestra riqueza más segura se
encuentra en estos confines del decir.
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