Escuchando la radio, curiosa
observación de una católica, hablando de los ejercicios de meditación
orientales como “meditación ególatra”, en oposición a la meditación cristiana
que es meditación de Dios. Quizá haya creído
desenmascarar a los budistas y demás, si no fuera porque meditar en Dios
también resulte algo improbable o no
sepamos si lo hemos llegado a hacer realmente algún día.
Solemos
olvidar cómo terminaba la famosa consigna revolucionaria francesa: ¡Libertad,
igualdad, fraternidad o muerte!
La verdad es que esa “muerte” final suena
espantosa, estropea el luminoso enunciado libertador, pero contextualiza, para
el historiador de las ideas, el compás real de fuerzas que se articularon en el
desenvolvimiento de la revolución. A mí esta alternativa fatal a los tres bienes
tan deseados, me hace recordar cómo interpretaba el presocrático Empédocles la
dinámica de fuerzas que hacían funcionar o estallar al mundo: el Amor, la
Fraternidad producen la convergencia de las energías en el bien común y el Odio
separa y fractura tal fluir harmónico, supone el caos maligno.
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Sueño la frase: yo me acuerdo de 19 mundos.
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Poesía: práctica de la sutileza en un mundo bárbaro. De allí la necesidad, hoy, de luchar por la Poesía. La poesía debería formar parte de los Derechos del Hombre; no es decadente sino subversiva y vital.
El
azoramiento en que nos vimos cuando quisimos hacer esta o aquella cosa y lo
inocuo que todo resulta con la perspectiva que nos da el tiempo.
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Comparo
los ensayos de Juan Benet con los de Lezama Lima, no con surrealística intención competitiva,
sino por el mero gusto de resaltar sus excelencias.
El discurso de Benet
implica exposiciones integrales del motivo escogido. Se trata de un discurso
semejante a su prosa narrativa, total y englobante. El nombre de Benet en un
ensayo es garantía de rigor. Su descripción recorre el conjunto épico de las
cualidades y circunstancias de la cosa expuesta. Más que creador, Benet es un
constructor de prosa. Esta adquiere en el texto un relieve, un volumen pétreo y
tangible. Sus metáforas son de orden geológico.
Lezama
no es un edificador, como Benet, sino un viajero cenital de los laberintos y de
los desfiladeros de la aurora. Lezama incursiona en parajes y eras a través
del verbo perceptor de la infinidad de las circunstancias y colisiones
genesíacas. Lezama agita la red de las semejanzas y forja suculentos recorridos
metafóricos. Lezama define a través de la imagen, siendo la imagen la expresión
de una conjunción creadora, por ello su trabajo escritural es doble: las
imágenes, síntesis ellas mismas de evoluciones, explican o aluden a otras
evoluciones. La imagen atraviesa mundos y formula conexiones transhistóricas.
La poesía es el sello de estas alianzas fulgurantes.
En
Benet la sensación final es la de haber efectuado el remontamiento de las
significaciones de algo a través de un análisis abrumador y vigoroso. En Lezama
cada frase es el eslabón murmurante de un viaje infinito y fascinador: implica
la sabiduría actuante de la poesía, produciendo y resolviendo espirales.
Benet
hace emerger la enorme parte sumergida del iceberg: este adquiere aspecto de
mosaico monolítico. Todo objeto adquiere resonancias sinfónicas si logramos ubicarlo en el punto de conexión que le corresponde del continente cultural.
Lezama
no analiza, describe la riqueza infinita del símbolo, la investidura que le
prestan el tiempo y las culturas.
La diferencia entre ambos autores es esta: uno es
poeta, el otro no lo es. Uno expone sobre un plano el sólido conjunto de las
alusiones competentes. El otro salta sobre diagramas y exposiciones con la
imagen y la fructífera analogía como garantes máximos del Gran viaje.
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