Las
tres de la tarde: la hora de la divina misericordia. Me fascina este motivo
católico que acabo de descubrir. Al parecer tiene su origen en una de las
apariciones de Jesús a Santa Faustina Kobalska, a quien exhortó rezar a esa
hora, con la intención de que pensara, precisamente, en la misericordia (es decir, en la Misericordia) como
argumento de confianza para la salvación.
La elección estratégica de esa hora
como momento de conexión divina no deja
de ser algo chocante y curioso. A la hora en que unos se disponen a comer, otros a tomar
un café ante la inminente sobremesa, o bien a amodorrarse frente al televisor, a una santa se le comunica en exclusiva y extraterrenalmente que
es en ese preciso momento de inadvertencia y relax, cuando la conexión súbita
con Dios es posible. Pero, ¿son las tres
de la tarde el instante óptimo para el devaneo trascendente, para el
sobrecogimiento íntimo?
Personalmente
desde que me enteré de la sacralidad fugitiva de las tres de la tarde, y a
propósito de las bondades mediterráneas de la luz y el clima, me abandono,
antes de hincarle el diente a las rebosantes viandas , a una invocación voluptuosa de la
generosidad circundante de la vida, pensando que el paraíso no hace sino insinuarse cada día en esta tierra nuestra. Por ello, haciéndome eco de tan singular propiciación horaria, de hoy en adelante, las tres de la tarde
es el centro, el eje efímero del universo.
Ahora
bien, para el genio nórdico, las tres de la tarde y las horas inmediatas que le preceden,
son el lugar de lo espectral. Jensen, el autor de la famosa Gradiva, la primera
novela en ser víctima del escrutinio psicoanalítico, ubica alrededor del
mediodía, las apariciones fantasmales que obsesionarán al protagonista de su
narración. El autor escoge esta hora porque un lugar soleado en pleno mediodía
y desierto es doblemente desolador.
Por otro lado, para el demasiado inteligente y suicida
Otto Weinninger, la soleada hora del mediodía es, también, la hora de los
espectros. La razón simple pero algo inquietante es que bajo los contundentes
rayos del sol, no hay escapatoria: asistimos a una siniestra modalidad de justicia divina. La luz total implica algo oscuro, contradictorio. Si el fulgor celeste quema nuestra piel y nos destruye, ¿cómo se encarnarán nuestras almas en la Luz?
¿Podríamos imaginar una conjunción
teológico-poética de ambas concepciones – la hora luminosa del mediodía como
hora espectral y las tres de la tarde como hora divina – que solucionara la
antítesis, la diferencia tan grave de significado? Es posible.
Entiendo
la desolación de los austríacos. Una calle o una plaza solitarias, huérfanas de
gente y de peatones pero inundadas de luz, tienen algo de secretamente
apocalíptico, de final de
mundo sin gloria. La luz debiera convocar a las gentes y a la vida. Yo mismo en
mis excursiones fotográficas he experimentado esta desolación bajo la luz más
generosa. El que lo espectral se produzca a plena luz, significaba para
Weininger algo así como una traición divina, el gesto más desconcertante
de la creación. Pero quizá haya aquí un punto de exageración dramática porque
quizás no sea, precisamente, en el espacio exterior donde debamos ubicar el
desenvolvimiento final del alma. La luz espectral de horas tan solares como el
mediodía o las tres de la tarde, son percepciones de temperamentos nórdicos e
hiperestésicos, que quizás creyeron vencer una mitología risueña del Sur, al cruzar,
anecdóticamente, una calle solitaria en Pompeya a las doce en punto del día.
Qué hubieran pensado los grávidos germánicos de las reflexiones poemáticas de un Macedonio Fernández sobre el valor simbólico excepcional de la Siesta, así, con mayúsculas. La siesta es para el gurú errante Macedonio, la hora de entrada del panteísmo universal. El imperio de la luz a la hora de la siesta despeja tranquilamente el horizonte de pesanteces teológicas y de dualismos en cansinas refriegas dialécticas. La siesta inaugura sin pompa ni circunstancia ni otras violencias originarias, el Pensar. A la hora de la siesta todo se desliza lejos de mitologías fundantes, de jerarquías y de presunciones ontológicas.
Qué hubieran pensado los grávidos germánicos de las reflexiones poemáticas de un Macedonio Fernández sobre el valor simbólico excepcional de la Siesta, así, con mayúsculas. La siesta es para el gurú errante Macedonio, la hora de entrada del panteísmo universal. El imperio de la luz a la hora de la siesta despeja tranquilamente el horizonte de pesanteces teológicas y de dualismos en cansinas refriegas dialécticas. La siesta inaugura sin pompa ni circunstancia ni otras violencias originarias, el Pensar. A la hora de la siesta todo se desliza lejos de mitologías fundantes, de jerarquías y de presunciones ontológicas.
Los
sustanciosos pensamientos de Macedonio, ¿apoyan, rechazan, ratifican la idea de
las tres de la tarde como hora propicia a la beatitud, a la contemplación?
Quizá si el mismísimo Jesús aconsejó a Santa Faustina Kobalska que propagara la
idea de reparar en la misericordia divina a una hora tan relajada como las tres
de la tarde es porque de ese inadvertido y relajado modo habitaremos y
llegaremos al paraíso.
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