Escucho
por la radio el testimonio de un sacerdote católico caldeo que visita España,
procedente de algún punto de Irak, donde reside. ¿Sabía alguien que los caldeos
todavía existen? Cuenta que entre las cabezas decapitadas por los integrantes abominables
del estado islámico expuestas en las calles, reconoce a primos y amigos suyos.
Cuando abren los micrófonos para recibir llamadas, la gente que llama, 6 ó 7
mujeres, a lágrima viva, se suman al dolor del sacerdote. Me impresiona la
reacción de estas personas que llaman al programa. En el punto menos esperado del
planeta brota la comprensión, la empatía
profunda. El sentimiento de estas mujeres es oro secretamente vivo en un paisaje de
ceniza y miseria.
EL
otro día hice un escabroso recuento. 20 años viviendo de noche. Tantos años de autoaniquilación,
de abismamiento secreto para nada. El sufrimiento neurótico no tiene nada de
heroico. Todo ese desgaste no me ha dado ni para un mal poema. Infinitas y estériles noches. No he aprendido
nada del malestar de los sonámbulos ni de la pesadilla del insomnio. Vivir de noche es, simplemente, estar
fuera de la vida, añorarla.
Fascinación
por la obra y por la persona de Franz Liszt. Últimamente su obra para piano más densa
y fúnebre me entra con ardor oscuro y apasionado. Con Liszt me ocurre aquello
que determinadas épocas estéticas suscitan en nosotros: ¿existirá un personaje,
un creador, un artista o músico, que cumpla con los aspectos más
extraordinarios de lo que se supone implica el estereotipo de tal época en
cuestión? Liszt es la figura romántica que excede el romanticismo, el romanticismo
en su más vertiginosa y barroca expresión. Liszt es el signo, la marca de una
determinada música: la de Liszt mismo. Admiración por su persona, por su
extraordinario aspecto físico: Liszt, la fulguración oscura, el mago de las liturgias sonoras. Su música es el
barroquismo de lo oscuro, de lo abismático. Con Liszt el piano se convierte en
un instrumento terrible, hipersinfónico.
Cambio
de estrategia para vivir el éxtasis del fin de semana. Hace tan sólo un par de veranos,
tomaba el sábado por la noche una tonelada de café. Ahora tomo otra tonelada
pero de relajantes. Cambio de velocidades, inversión de las intensidades con
que evoco el sueño del éxtasis sabatil. ¿Cansancio del allegro con moto con que
me he machacado los nervios cada noche de sábado, llegada de cierta madurez en
el camino vital que también afecta psico-sensorialmente al modo de disfrutar la
noche por antonomasia, la del sábado? Este contraste entre lentitud y rapidez
no se traduce en una ruptura
o en una decadencia del cuerpo, sino en una continuidad pero de distinto grado de
aceleración. Admito una declinación en el festejo, no el fin del mismo. Las
particularidades cualitativas, la integridad del sábado, permanecen intactas.
He
sido incapaz de cumplir mis sueños porque muy pronto y de modo tajante la
división entre realidad y felicidad personal se impuso creando un abismo
imposible entre ambos. El mundo ha sido siempre de los otros y yo ahora no
puedo salir del laberinto que me he creado tras tanto tiempo de obstáculos
imaginarios. Sé que habito una mitología negativa que he aceptado para justificar
mi terror a la realidad, mi inutilidad práctica. Lo que yo creía que era la realidad y que me
veía imposible de surcar y controlar, se convierte en nada hoy, pero enfrentado
a esa nada, encuentro que no hay modelos de realidad que cumplir, que la
libertad consiste precisamente en eso: en ser uno mismo, y esa libertad es la
que por una suerte de torpeza, de pudor no soy capaz de emprender ya.
Que
mañana sea otro día, no el mismo (aunque, en cierto modo, que sea el mismo no
deja de darnos la pobre esperanza de poseer algo con seguridad).
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