Curiosamente son los lugares humildes los que suelen provocar las ensoñaciones más deliciosas. Eso es, al menos, lo que a mí me ocurre o bien lo que Barthes confesaba analizando fotos antiguas. No es necesario buscar enclaves espectaculares o exóticos para que ese momento de desprendimiento y fascinación contemplativa del espíritu se produzca.
Los
alrededores de la pasarela del malecón, en Murcia, son mi rincón favorito de ensoñación
invernal cuando visito la ciudad los sábados por la tarde. Todos estos
elementos espacio-temporales - sábado por la tarde, invierno, ciudad de Murcia –
tienen que converger para que la
ensoñación legítimamente se produzca. Cualquier alteración me arrojaría al insulso
vacío de una fecha cualquiera y la magia resultante sería espuria, cuando no
inexistente. Este es mi pobre lenitivo: deslizarme entre las sombras del crepúsculo,
merodear el pináculo luminoso que permite la sostenibilidad del puente,
observar cómo el sol se esconde, agónico y violeta, tras el horizonte,
arrojando reflejos por el cielo y el agua del Segura. Comparto con el Borges
urbano y los etéreos personajes de los
poemas de Tralk , la veneración por la tarde: confín del día, umbral de las últimas
confesiones, disolución de las físicas fronteras, ocasión de las ensoñaciones.
Creo que la famosa expresión: ¡Murcia, qué hermosa eres!, se refiere, más que a la forma o el aspecto de la ciudad al cómo se vive en ella. Hace alusión a algo que es, en definitiva, misterioso y que pertenece, de modo específico, al ser la la tierra.
El contraste del lugar lo da, desde luego, el puente mismo: un elemento tecnológico, notablemente sofisticado, engastado en el espacio natural poroso e inestable que representa el río. Y este contraste ofrece una seductora imagen, sobre todo al atardecer, cuando el ambiente se adensa y los signos se preñan de tanta significación que pasan a ser símbolos.
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