Proyectaba escribir un poema
y de pronto, ante el papel en blanco tentando el flujo discursivo, me ha venido
a la cabeza la imagen de Atanasio, fallecido recientemente. Creo que el
inconsciente ha empleado su imagen para, de algún modo, penalizar mi ingenuidad
y agitar la conciencia. La imagen del amigo desaparecidio actuaba como un
desencantamiento – ya es demasiado tarde para querer impresionar a nadie con lo
que escribes, el tiempo pasó ya - … Pero por otro lado, recordaba que hace unos
cuatro años, Atanasio, junto con su mujer y algunos miembros del grupo de
teatro que fundó, leyeron poemas míos en un recital dado en la casa de Miguel
Hernández. Esta imagen era el contraste de la otra y me venía a decir lo
contrario de lo que me inspiraba la tristeza del recuerdo de su muerte: todo
está por empezar, hay que hacer cosas, adelante.
La compleja impresión que
nos deja la persona que parte reside en esto: el vértigo de su ausencia
definitiva y la atemperación de este sentimiento al invocar el mundo de
actividad que le era propio. La esperanza bascula entre ambas percepciones. Y yo
quisiera invocar la segunda impresión, la imagen de Atanasio en plena acción,
para convencerme de que hay que seguir haciendo cosas, de que ese poema que he
empezado a escribir tengo que terminarlo.
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