Los surrealistas
afirmaban que la poesía no se movía ni en bosques penumbrosos ni se disfrutaba
en sentimentales evocaciones, sino que estaba
en la calle. Esa afirmación era también una consigna revolucionaria: que el
arte triunfara sobre las miserias de la vida dependía de su traslado a la
calle, o más exactamente, no es que la poesía invadiera el espacio urbano sino
que había que transformar este en poesía para que las cosas comenzaran a
cambiar de verdad.
De lo que no hay duda
es que lo que todavía, hoy, atraviesa a
placer nuestras calles son las prisas neuróticas, las miradas salvajes y
anónimas, como diría Unamuno, y la permanente e ineludible grisura
del asfalto. Precisamente que sobre este, sobre el duro y polvoriento asfalto,
se hayan impreso por las calles oriolanas, versos hernandianos, no funciona
solo como recordatorio de en qué ciudad estamos, sino como estimulante relax de
la imaginación y breve acicate de la esperanza a plena luz del día.
Para el caminante
cabizbajo y solitario, para el convertido en autómata adornado con el
imprescindible utillaje tecnológico de auriculares y demás, o para el adicto al
irremediable móvil, encontrarse de pronto con un enunciado tan ajeno a toda
alienación, sorprende y acaricia las rigideces urbanitas del intelecto.
Los versos de Miguel Hernández
surcan los pasos de cebra de la ciudad como una onda reflexiva y fraterna, como
un súbito mensaje de harmonía y grata intelección. El duro asfalto deja de
serlo para convertirse en blando soporte de la palabra más universal: la de la
poesía. Enhorabuena a los diseñadores del fenómeno.
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