martes, 28 de marzo de 2017

VERSOS HERNANDIANOS EN EL ASFALTO


Los surrealistas afirmaban que la poesía no se movía ni en bosques penumbrosos ni se disfrutaba en sentimentales evocaciones, sino que  estaba en la calle. Esa afirmación era también una consigna revolucionaria: que el arte triunfara sobre las miserias de la vida dependía de su traslado a la calle, o más exactamente, no es que la poesía invadiera el espacio urbano sino que había que transformar este en poesía para que las cosas comenzaran a cambiar de verdad.

De lo que no hay duda es que lo que todavía, hoy,  atraviesa a placer nuestras calles son las prisas neuróticas, las miradas salvajes y anónimas, como diría Unamuno, y la permanente e ineludible grisura del asfalto. Precisamente que sobre este, sobre el duro y polvoriento asfalto, se hayan impreso por las calles oriolanas, versos hernandianos, no funciona solo como recordatorio de en qué ciudad estamos, sino como estimulante relax de la imaginación y breve acicate de la esperanza a plena luz del día.

Para el caminante cabizbajo y solitario, para el convertido en autómata adornado con el imprescindible utillaje tecnológico de auriculares y demás, o para el adicto al irremediable móvil, encontrarse de pronto con un enunciado tan ajeno a toda alienación, sorprende y acaricia las rigideces urbanitas del intelecto.

Los versos de Miguel Hernández surcan los pasos de cebra de la ciudad como una onda reflexiva y fraterna, como un súbito mensaje de harmonía y grata intelección. El duro asfalto deja de serlo para convertirse en blando soporte de la palabra más universal: la de la poesía. Enhorabuena a los diseñadores del fenómeno.  
 
 
 


 

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