Estoy
leyendo estos últimos días el último libro publicado – creo – por Felix de
Azúa, Nuevas lecturas compulsivas. El
volumen es una delicia y consta de los artículos y reseñas que el escritor ha
publicado en el nuevo milenio, durante los últimos 14 ó 16 años. Pensaba comentarlo
más adelante en este blog blogista pero me he topado con una alusión a Barthes,
autor que he frecuentado con gusto y que, salvo los libros Racine, S/Z y Sistema de la moda, he leído
íntegramente, y no puedo sino exponer, brevemente, un par de matices sobre su
figura, o mas bien, sobre su obra con la intención de atemperar el amistoso
golpe que le propina el escritor español.
A
propósito de una crítica social más extensa, Azúa incluye a Barthes en la
constelación de autores que en su época alcanzaron status de oráculos vivientes
de la cultura y cuyas “revelaciones”- juicios y obras - fueron aceptadas y creídas a pies y juntillas
sin el más mínimo asomo de cuestionamiento. Azúa, al releer muchos años después
de su primer encuentro la obra El placer del texto, se sorprende de
las gratuitas divagaciones que lo surcan y del grado de credulidad que hasta el
momento han gozado las elaboradas naderías que Barthes expone con un pegajoso
estilo poético. La sorpresa de Azúa llega al escándalo al considerar cómo
durante tanto tiempo, las obras o algunas de las teorías de autores como
Barthes han disfrutado del respeto sacralizador de lectores y críticos. Lo que implican las palabras de Azúa es que
la actualización crítica de alguna de las obras pertenecientes al orbe
intelectual galo, que tanto influyeron en
generaciones anteriores de estudiantes, despojadas, hoy, de los
vericuetos estilísticos y de su poder teórico-hipnótico, quedan reducidas casi a un mero magma
logorreico bastante prescindible.
Acepto
estas consideraciones y tiene razón en lo que expone, pero lamento que el
cordero para el sacrificio haya sido, precisamente, Barthes, que no ejerció de
gurú doctrinario aunque la prensa lo
convirtiera en ello y cuyo talante intelectual ha sido siempre mundano: los
signos que debemos analizar están en la literatura pero también se reparten
generosamente por el mundo de los objetos, los fenómenos y las civilizaciones.
Roland
Barthes es el menos categórico y el más escritor de los semiólogos de su época.
Es más, yo diría que es un ensayista que se sirvió anecdóticamente de la
semiótica para analizar con incisiva lógica la realidad. Me sorprende que en la
época de Azúa se estudiase a Barthes con cierta solemnidad porque, que yo sepa,
Barthes no tiene una teoría implacablemente ensamblada sino un conjunto de sagaces
observaciones que se amparan en conceptos que él inventa o crea. A mi modo de
ver, Barthes es un productor lúdico de teoría, no un definidor de sistemas. El
propio Barthes descreía del carácter científico de la semiótica, y lo dijo más
de una vez. La razón es obvia: con el tiempo, el abanico de alusiones que
compone el significado de los signos, cambia.
¿Qué
es lo que puede irritar o no interesar en absoluto de su obra a los estudiantes
de hoy? Algunas derivas inercialmente concéntricas de su análisis estructural
del relato y el uso canónico de la jerga psicoanalítica, terminología que conoció
un fervoroso uso en los sesenta y setenta, y que ahora resulta una antigualla
difícilmente digerible.
¿Qué
es lo que puede resultar interesante de la obra de Barthes hoy tanto al
estudiante como al lector aficionado? El Barthes más interesante es el que de
un modo relajado y preciso analiza cosas concretas. En Mitologías realiza un examen de la sociedad europea de finales de
los cincuenta y principios de los sesenta en sus más diversos aspectos: cine,
literatura, modas, hábitos sociales, etc. En otro libro, y a través de citas filosóficas y
literarias, estudia las diversas tesituras que componen las relaciones
amorosas, articulando un texto muy original (Fragmentos de un discurso amoroso). En El imperio de los signos, que conoce continuas reediciones, Barthes
viaja a Japón y nos cuenta cómo es aquel universo, aplicando a las
creencias, fiestas, gastronomía o
atuendos de este país, el preciso visor semiótico. En La cámara lúcida, libro de cabecera de los estudiantes de arte en
la rama de fotografía, Barthes enuncia una sencilla pero eficaz teoría sobre la composición
de la imagen fotográfica y se dedica a analizar escueta pero suculentamente fotografías
antiguas y modernas de los más diversos autores. El resultado es uno de esos
libros híbridos fascinantes, de género indefinido, - me hace recordar, por su
originalidad, El mono gramático de Octavio Paz, aunque sean distintos - con
reflejos autobiográficos importantes que navega entre la poesía y la
especulación filosófica derivada explícitamente del visionamiento de imágenes
fotográficas.
Los
artículos y seminarios de Barthes también resultan plenamente atractivos a un
lector actual: son pequeños hervideros temáticos repletos de observaciones
interesantes: la obra de Proust, la significación del retiro y la jubilación,
el haikú, la obra de Verne, la escritura de diarios, reflexiones sobre obras
pictóricas antiguas y modernas, sobre la música, etc..
En
fin, que si evitamos el debate puramente teórico de sus ensayos y nos fijamos
en los trabajos que analizan más las cosas cotidianas y la literatura, la novela de la vida, en suma, (las obras que
he citado) la ligerezas que Azúa denunciara, forman parte del viaje analítico
de placer que Barthes, legítimamente, nos procura.
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