UNA SOBERANA VUELTA A
LO SAGRADO DESDE EL ARTE.
El encuentro del
público español con la figura y obra de Pavel Florenski ha sido reciente pero,
gratamente, me atrevo a señalar que el retraso queda compensado por el interés
que está despertando y la buena acogida, teniendo en cuenta que por fin se va
venciendo aquella inercia que parecía establecer unas distancias fijas e
inmóviles entre la intelectualidad rusa y el mundo hispánico.
La época en la que
Florenski produce su obra es heroica y trágica, a la vez. Nacido en 1882, en la
república rusa de Azerbaiyán, no diría un disparate si afirmara que el régimen
de Stalin acabó con su vida en un campo de trabajo por la insólita razón de que
era un hombre que producía conocimiento.
Hay una foto de
juventud en la que aparece Florenski ladeando encantadoramente la cabeza. Su
gesto es la del joven inteligente que reconoce las harmonías poéticas. Las
últimas fotos son las correspondientes al preso político en el gulag, en ellas
se advierte no el envejecimiento sino el embrutecimiento del rosto y del alma
por el trato a que estaba siendo sometido. La comparación entre estas
fotografías resulta tremendamente triste e indignante. La inocencia del sujeto injustamente
ajusticiado y fusilado, expresa contundentemente la crueldad y la alienación de
aquel régimen y el de todo régimen totalitario, cómo son tratadas las
sensibilidades que aportan algo distinto y superior al debate humano.
EL SUEÑO COMO LEGITIMADOR TÉCNICO
DE LA VERDAD DE LA IDEACIÓN SAGRADA DEL ICONO
El libro de Florenski
empieza con una interesante complejidad. Florenski pretende analizar la
genealogía profunda del icono, cómo se crea y construye, cómo se adecúa a la
tradición eclesiástica y cómo, en definitiva, se constituye en imagen representativa
de lo sagrado. Para ello es necesario
desplegar la ubicación rigurosa de todos estos componentes.
Florenski utiliza la
formación del sueño por estímulos físicos exteriores para ilustrar
metafóricamente el tipo de realidad que inspira a los pintores de iconos. Del
mismo modo que el sueño ve súbitamente transformada su producción narrativa o
emerge, propiamente, de una influencia externa a su ámbito onírico a través de
los estímulos de la vigilia- ruidos, voces, músicas, sensaciones varias-, el
creador de iconos no elabora por sí mismo las imágenes del icono, sino que se
convierte en médium de una realidad que trasciende la suya ontológica. El
ejemplo no es uno cualquiera, porque, la significación del sueño alude a un
primer grado de experiencia del mundo invisible, aquel semejante al que
propiciará ideaciones y visiones de carácter sagrado. La radical distinción
entre lo que ocurre en la vigilia y lo que es susceptible de conformarse,
aunque sea fugitivamente, en el sueño, nos está hablando de esa mecánica de las
ubicaciones que garantiza qué tipo de realidad es la que provoca y alienta en
los iconos. El sueño es pues el motivo más inmediato que en lo profano nos
indica la existencia de realidades desconocidas e inexploradas, lo visible y lo
invisible, al tiempo que es la línea divisoria sobre la que iniciar un
desciframiento de la naturaleza de la imagen trascendente o sagrada.
Para señalar con más
énfasis esta motivación del sueño como vaso comunicante con realidades
distintas, Florenski analiza los pormenores temporales que se producen en aquel
famoso sueño de un político francés de la época de la revolución francesa que,
una noche, sueña toda su epopeya personal a raíz de un golpe del cabezal
desprendido de la cama, que en el trance onírico se traduce en su ejecución
publica en la guillotina. Lo
extraordinario aquí es que lo que causa el sueño, ese desprendimiento fortuito
del cabezal de la cama, y que la mente
transcribe como la escena final de la guillotina, es también su principio,
ocasiona toda una narración onírica que se ha desarrollado con anterioridad, lo
que para la vigilia es imposible de concebir. Florenski explica que en el sueño
el tiempo fluye hacia atrás hasta el punto en que principio y final del sueño,
casusa y consecuencia del mismo, son una convergencia, una simultaneidad.
Para Florenski, pues,
el sueño garantiza un espacio real de reflexión sobre lo extraordinario y mucho
más allá de su funcionalidad orgánica, define un marco sutil de ideación y
vislumbramiento exclusivo. El artista será quien podrá explorar, sin
pretensiones de dominio, este territorio que abre sin ofrecerse, a la
percepción exclusiva artística la posibilidad de aproximarse a lo indecible y a
la imagen mística. Es en el ámbito de la contemplación estética imbuida de
todas las potencialidades místicas, donde el alma “palpa el nóumeno”, la
esencia particular de las cosas. Es en estos territorios donde la imagen o
imágenes que conforman el icono, pueden esclarecerse y visibilizarse para la
musa especialísima del artista pintor de iconos.
EL DEVENIR DE LA IMAGEN
EN EL ICONO. PROCEDIMIENTOS.
Antes de continuar con
el breve examen de esta obra hay que tener en cuenta que Florenski escribe
desde la fe y con el avituallamiento crítico de la filosofía. Esto podría hacer
suponer para el lector actual que en algún tramo concreto de su exposición,
ambas expectativas-perspectivas podrían entrar en conflicto. Cierto es que a lo
largo de la lectura, nos encontramos con algún punto que no puede compartirse a
no ser que se sea creyente, pero como digo, el interesante carácter híbrido que
el texto de Florenski adquiere - teología, estética, filosofía - se articula fluidamente sin que detalles de
esta naturaleza condicionen gravemente el fondo conceptual de su discurso. Florenski
es un místico que no se desgaja bélicamente del legado profano de la cultura y
del pensamiento, sino que lo utiliza, en todo caso, para ubicarse frente a lo puramente secular,
y definir un espacio de aproximación al evento que hace posible la comunicación
mística y la descripción técnica y espiritual de la imagen sagrada en los
iconos.
Florenski despliega una
terminología específica para designar los distintos grados de acercamiento
espiritual y creación artesana de la imagen icónica. Distingue entre semblante,
rostro y máscara, y entre los distintos tiempos de la contemplación de lo
sagrado. Lo que intenta Florenski es llevar a cabo una discriminación razonada
entre el icono y el resto de las imágenes que podríamos definir como sacras o
relacionadas con la experiencia religiosa. Para Florenski el icono únicamente
se convierte en representación sagrada si el artista, siguiendo rigurosamente
los pasos técnicos de la tradición y sustrayéndose a toda interpretación
personal sobre la misma, alcanza esa compacidad que le corresponde a la imagen
que va a convertirse en imagen de culto. Hay pues toda una historia de
procedimientos técnicos relativa al manejo de los instrumentos y materiales
para la elaboración del icono, además de una actitud reverente y especial
durante el delicado proceso de la realización del icono. Construcción e
ideación del icono son dos cosas que convergen en una en el artista que conoce
de verdad la tradición y que no hará otra cosa con su trabajo que continuar una
misma inspiración. Lo que distingue al artista de iconos de un mero artesano
profano es ese conocimiento y esa postura interior de reverencia y respeto.
POLÉMICA
REPRESENTACIONAL DE ESPIRITUALIDADES VARIAS
El aspecto más
sabrosamente polémico del libro para mí radica en el momento en que para
destacar la ejemplaridad única del icono como imagen cultual, Florenski procede
a la comparación de la tradición ortodoxa del icono con el arte barroco
occidental católico y el grabado protestante.
Para Florenski el
grabado protestante es una racionalización de la experiencia religiosa y he ahí
su “pecado. El protestante al someter a una racionalización la pasión
religiosa, la despoja de su originalidad y de su potencia, convirtiéndola en
una experiencia compleja y profunda pero profana, alejada de la esperanza al delimitarla en el
territorio de la pura subjetividad donde fluctúa, lejos de toda autoridad y
amparo divinos. Con agudeza, Florenski dice que el protestantismo exige a los
otros severidad, cuando carece del principio revelado que le impida anegarse en
el sí mismo del sujeto.
El mundo barroco
occidental supone una explosión de los sentidos, la realidad henchida de visibilidad,
el festejo de los sentidos. El “fallo” de esta modalidad radica en colocar a la
divinidad en la exterioridad pura lo que significa someter su majestad a las
incidencias de la profanidad. Según Florenski, el mundo que vino después del
Renacimiento traicionó la verdad profunda que el arte sacro medieval occidental
representaba, al lanzar a los múltiples linderos de lo profano la imagen
divina, hiriendo su centralidad gravitatoria. El barroco supone en cierto
sentido arrojar lo sagrado a lo caprichoso y pululante. Para Florenski el
barroco supone un insensato flujo de imágenes que no permite fijar la posición
adecuada de la imagen sagrada que, de este modo, definiría su carácter cultual.
La “tabla” que es
propia de icono, es un material tan pleno de significación en sí, tan saturado
de implicación ontológica que es rechazada por los artistas renacentistas
católicos para desarrollar su arte, prefiriendo las propiedades de otros
materiales. La polémica radica aquí en que, según Florenski, este rechazo se explica porque los artistas
occidentales no podrían ser consecuentes con la significación estética
implícita en la tabla, es decir, que buscaron otras vías porque no estaban a la
altura de esa espiritualidad. Claro está que aquí podríamos rebatir con
tranquilidad a Florenski diciendo que tal rechazo era justo por lo contrario:
la tabla para los renacentistas y barrocos suponía una limitación teniendo en
cuenta el arte que devenía, que estaban dispuestos a producir y no suponía,
pues, una virtual inaccesibilidad representacional porque no pudieran asumir
las supuestas envergaduras que la tabla guardaba para la imagen sagrada.
Aquí podríamos decir que Florenski peca de cierto
nacionalismo al ensalzar el arte de los iconos y colocarlo por encima de los
universos barrocos y el arte del grabado protestante. La idoneidad y ejemplaridad de los iconos como
imágenes cultuales dependería de su calidad media, de su mayor accesibilidad y
legibilidad para el culto popular y no por ser ontológicamente superiores
Claramente, ante la
ordenada formalidad del icono, el arte barroco supone una explosión de
imágenes, una trascendencia del canon medieval y la aparición de la multiplicidad
vital de lo real que aquí halla su más vívida encarnación. Surge el genio
artístico y lo circunstancial despliega su agitado y minucioso relato.
Ante esto, Florenski
atempera las ventajas y novedades de la perspectiva. No hay tanto motivo para
el entusiasmo estético porque la perspectiva es el modo de arrojar el mundo
sagrado de las formas al azar del espacio profano. La perspectiva es para un
ortodoxo como Florenski la forma de vehicular u ocasionar lo relativo en las
representaciones. Lo sagrado se da, precisamente, más acá de la perspectiva, en
el origen de todo fenómeno y suceso. Aquí radica, del modo más preciso, la
polémica que yo apuntaba: dónde colocamos el ojo divino, desde donde vamos a
atrevernos a representarlo, o a representar lo que Él ve.
Resulta fundamental la
cuestión de la ubicación de la mirada divina, cómo se la representa, si desde
fuera del mundo o desde dentro del mismo, si elevada infinitamente de toda
incidencia o articulada a través de lo circunstancial.
Además de la cuestión
focal como engendradora de un mundo específico, esta comporta la del
movimiento, característico de la naturaleza barroca, y es entonces cuando la
polémica se recrudece: ¿hasta qué punto lo estático, propio del icono, posee
más virtud que el movimiento, típico
del barroco? Cabría preguntarse, buscando con ardor especulativo el debate
fructífero: ¿tan frágil es la divinidad que sometida al movimiento pierde su
naturaleza sagrada? Cuál es el modo más reverente, más auténtico, más óptimo de
representar la divinidad.
La polémica, pues,
tiene no solo implicaciones artísticas, sino cultuales y teológicas. Las
ventajas y cualidades que Florenski señala en el icono frente al arte barroco,
se convierten para un occidental en todo lo contrario, porque si el icono se
presenta como el modo más escrupuloso de representar la esencia de lo sagrado,
criticando la volatilización de ese canon en la imagen barroca, del otro lado
podría decirse que el icono representa una espiritualidad arcaica, oriental- no
en vano el icono nace en Egipto -, meramente estática y formal, ajena a la
sensibilidad humana actual que ha modificado, de este modo, la imagen del mundo.
Si el dinamismo barroco supone una revolución desastrosa de lo simbólico y lo
narrativo para el icono, esta misma erupción se subraya como un progreso en la
representación de lo sagrado, en un acercamiento de lo divino a través de las
más delicadas formas de lo sensible. El icono no es más que la potenciación del
arte de las miniaturas medievales.
En la página 137 del
libro, en el capítulo dedicado a la metafísica de la pintura de iconos,
Florenski vuelve a dar una definición sucinta pero suficiente del grado de
representación de cada modalidad artística según las distintas
espiritualidades. La especificidad del grabado protestante es su esquematismo y
su racionalidad, la conversión, en definitiva, de lo sagrado en experiencia
subjetiva. La pintura al óleo, típica del arte barroco y católico, representa
el despliegue de las realidades sensibles. El icono se presenta como fenómeno
concreto de la esencia metafísica que representa. En el icono no hay profusión
simbólica extraña a la centralidad representacional de lo divino, no cede su
espacio a otros motivos ni a otras singularidades. En el icono no se plasma
ningún objeto casual, no hay atmósfera para particularidades profanas, no
existe el accidente como sucede generosamente en el barroco. En el icono lo que
nos encontramos es “la imagen o el reflejo, la imagen en relieve del mundo
arquetípico, de las esencias celestiales, ultramundanas”.
La definición de
Florenski es clara, el icono se presenta como el marco estético más apropiado
para la representación objetiva de lo celestial. Lo cual, en sí, no tendría por
qué ser discutido. La cuestión es qué concepto de la divinidad ponen en
juego otras modalidades plásticas y si
tales pueden llegar a ser más conmovedoras o sublimes.
El icono puede ser la
forma óptima de escenificar la majestuosidad divina; otros modos de
representación estética, nos cuentan, simplemente, otras cosas de la divinidad
que el mero hieratismo puro. Yo expondría sobre la mesa, cuántas preguntas
sobre la divinidad podría responder o aguantar el icono, hasta dónde la
majestuosa inmovilidad del icono podría satisfacer mi curiosidad acerca de la
prodigiosa dinamicidad del cosmos…
Creo que la
ejemplaridad del icono, como ya hemos indicado, no supone superioridad estética
sino simplemente, idoneidad. Si lo divino es un fulgor inaccesible, es legítimo
que yo, ante esta impotencia definitiva, imagine fases de la divinidad revelada a
través de escenas concretas de la historia sagrada, poniendo en marcha la
imaginación barroca. Es entonces, si quiero extender la polémica hasta aquí,
cuando podríamos presentar el siguiente reto: hasta qué punto una, por ejemplo,
Anunciación de Rafael o Giotto, ofrece una sacralidad menor que un icono
cualquiera….
Indefectiblemente, cada
modalidad representativa supone un acercamiento distinto a la divinidad y sus
fenómenos, una teoría y, casi me atrevería a decir, una teología distinta.
¿Puedo rezar o meditar
del mismo modo ante un icono que ante una imagen pictórica al óleo? La pintura
barroca que junto a la imagen del santo o de la Virgen añade elementos del
paisaje o del espacio del contorno, ¿potencia el fervor o solo la imaginación? Esta
supuesta potenciación de la imaginación ¿presume una rebaja del fervor religioso,
una distracción del mismo, o todo lo contrario, nos dice cosas sobre el paisaje
santo en el que se mueven los personajes sagrados y que deberíamos incorporar a
nuestra fe como un detalle más de los muchos que desconocemos de lo divino? La
pintura al óleo nos cuenta cosas, efectúa una narración, se aproxima a la
novela en comparación con la esculturalidad y fijeza del icono. Lo barroco se
traduce en el despliegue espacial: las figuras sagradas y sus entornos feraces
o domésticos comparten un mismo marco desde donde los admiramos y contemplamos.
El icono está más próximo al registro de la palabra que al de la música
instrumental. Quizá sea el grado de implicación en mi interrogación sobre lo
divino, hasta dónde pretendo llegar con mi curiosidad o en dónde me quedo, lo
que delimite, correspondientemente, mi imagen de Dios y su fenómeno misterioso.
CURIOSIDADES. UNA
VERSIÓN DEL AURA BENJAMINIANA.
En la explicación del
proceso material de la elaboración de los iconos hay un momento que debemos
destacar como excepcional: ese instante en que la imagen del icono es revelada
o se presenta ante el artista, es decir, el cómo de la constitución visual que
confirma la sacralidad y la originalidad de la imagen en cuestión. La imagen
que primeramente es discernida por el artista en su visión mística, la que
verifica y asegura la originariedad de la que se desprenderán otras posibles
versiones, es definida por Florenski como la imagen icónica protorrevelada o arquetípica. El
pensador ruso es consciente de que ante la proliferación de imágenes sagradas
cabe preguntarse cuál de ellas ha sido la que ha generado a todas las demás,
cuál de ellas es la primera, la originaria, la que posee el viso de la
sacralidad sin discusión. Resulta muy curioso comprobar cómo el tema de la
imagen y de la copia que Walter Benjamin tratara famosamente con su numinosa
definición de aura, surge aquí en un
contexto similar pero desde la perspectiva del arte sacro, lo que, vale decir,
potencia el problema de un modo candente y definitivo. Cuando Benjamin define
el aura – lo que rodea y emana de la imagen original de la que proceden todas
las copias imaginables -
fundamentalmente, como una distancia, arroja la imagen a un origen
inaccesible, sume su origen en el misterio, sacraliza, desde lo profano, la
verdad de su génesis; cuando Florenski define el icono del que se derivan todas
las copias posibles como el icono protorrevelado, lleva a cabo un movimiento
similar, rescatando del deterioro de la dispersión y de la producción
empobrecedora la imagen inmaculada, la que se reveló en el principio de la inspiración
mística al artista. Tanto Benjamin como Florenski remontan, en sus
definiciones, la ristra atomizadora que comportan las copias y declaran como intocables
el momento y el lugar de la aparición primera de la imagen. Elocuentemente,
Florenski escribe: la diferencia que
puede haber entre un icono protorrevelado y su copia es, aproximadamente, la
misma que puede haber entre la descripción de un país recientemente descubierto
y las impresiones de un viajero que lo ha visitado.
La imagen pictórica, el
icono los podemos reproducir indefinidamente, pero las copias serán trasuntos
empobrecidos del suceso primero que es en sí la imagen original, aquella ante
la cual no podemos sino mantener una posición de admiración y respeto y que, en
realidad, es irreproducible. La imagen original, el icono revelado son el
acontecimiento; las copias se diseminan incontroladamente, perdiendo la significación
de la imagen primera. En las copias el acontecimiento está tan diferido,
resulta tan remoto que se sume en la nadería de su propia pululación.
IMPLICACIONES
SEMIÓTICAS. EL PLIEGUE EN LOS ICONOS.
Deleuze, en su obra El pliegue, caracteriza a éste, al
pliegue como la expresión típica del desenvolvimiento de la materia en el
período barroco a través de su representación en la arquitectura, la escultura
y sobre todo, la pintura, invocando el nombre de Leibniz como el pensador, por
excelencia, de esta nueva imagen del mundo que se inaugura tras el
renacimiento. Resulta curioso que también Florenski se fijara en el mismo
motivo para definir variaciones de pliegues en las vestimentas de las imágenes
de los iconos como secretos indicadores de las distintas etapas
político-sociales que atravesara Rusia desde los siglos XII al XVII. Los
pliegues cambiarían de estructura, aspecto y color, pero no se agitarían, como
sí ocurriría hasta el delirio en el barroco, con su sinfín de drapeados en
danza. Es significativa la diferencia e ilustrativa del movimiento íntimo que las
almas se atreverían a dar o no. El pliegue en el barroco es una pulsión que
atraviesa las formas, irrigándolas de dinamismo y movimiento, convirtiendo el
cuerpo ingrávido de santos y ángeles en torbellinos
ascensionales de pliegues y repliegues. En el barroco el pliegue es como una
corriente eléctrica que se despliega y repliega, arrebatando los cuerpos en
constelaciones sonoras infinitas. En el arte de los iconos, los pliegues no se
tuercen, no se desbaratan, permanecen estáticos pero adquieren fisionomías
diferentes, indicando, desde sus marcos artísticos, transformaciones en el
cuerpo social pero manteniendo una base de gravedad fundamental que es la que
da identidad a los iconos. Los iconos admiten la influencia de la sociedad,
reflejando diversidad significativa de semblantes, caracteres en vestimentas y
pliegues de las mismas, pero sin revolucionar lo que los define como iconos: su
marco formal se mantiene y no asume incidente que le haga forzar o trascender
ese marco.
En su descripción de la
formación de la imagen en el icono, hay materia para suculentas elucubraciones
que dejo para siguientes investigaciones internéticas en este blog. No me resta
decir sino que tanto el trabajo de la traductora como la calidad de la edición
son estupendos.
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