Paolo Fabri, hablando de la
semiótica pasional como el nuevo tipo de semiótica que debiera sustituir a la
clásica y que el trabajo general de los investigadores futuros debe terminar de
definir y ubicar, dice que en los dominios de la pasión siempre nos encontramos
con una mención del cuerpo o, al menos, con una parte de él. Si la música es la
expresión semiótica por antonomasia de lo pasional, qué parte o qué implicación
del cuerpo nos podemos encontrar en la gran música romántica del XIX, por
ejemplo. Pienso en genios como Chopin o Lizst. ¿Qué protagonismo, más o menos
velado, qué implicación del cuerpo existe en sus soberbias composiciones? Tanto
en uno como en otro nos encontramos con una estremecida sensorialidad - más
palpable en el polaco - sublimada y metamorfoseada en efluvio trascendente del
alma, en el húngaro. El alma en el romanticismo es sensibilidad pura, presupuesto de la excelsitud a que aspiran las más grandes obras artísticas. En tanto que la inspiración es un hecho psicofísico, la materialidad del mundo queda, de este fugaz modo, conjurada.
El alma del romántico es
materia entregada a la hiperestesia y a la iluminación, el cuerpo se trasciende
en ingravidez y etereidad, y lo físico es evolución energética, percepción que
llegará al paroxismo con el simbolismo visionario y el impresionismo musical de Scriabin y
de Debussy.
En el XIX el cuerpo apenas
se nombra, se habla de ebriedades contemplativas, pero como realidad en sí, como
objetivo poético directo, no existe. Por ello hasta la llegada del realismo y
del naturalismo, el cuerpo no es afirmado o tratado desde su estricta
fisicidad. El aire pacato del XIX en torno al cuerpo y sus tabúes, producto de
los convencionalismos burgueses, tiene como contrapartida ese fenomenal juego
de sublimación que artistas, poetas y músicos llevaron a cabo, consiguiendo
que, precisamente, la categoría artística de lo sublime hallara, históricamente,
algunas de sus últimas expresiones, en la ópera, en las grandes composiciones
sinfónicas…
Ínsulas extrañas, dice San Juan de la Cruz,
refiriéndose con ello a los parajes desconocidos y quizá hostiles que tiene el
alma que atravesar en su viaje de purificación mística. La imagen es fascinadora,
netamente barroca- me hace recordar
determinados paisajes prerrománticos de la pintura de ese período, siglos XVI y XVII -, y
estremece e inquieta que la diga un
santo: tampoco los santos lo saben todo. La imagen entraña no desesperanza, pero sí temor y estupefacción: no conocemos el tipo de pruebas, sufrimiento o esfuerzo intelectual y sentimental que nos esperan.
Estando en Madrid me cuesta
llevar a cabo una reflexión contrastadora de las cosas. Estoy demasiado cerca
del movimiento, del acontecimiento, de lo pululante. Necesito un
distanciamiento. Al estar tan próximo al acontecimiento, te haces menos
crítico, te dejas llevar por la novedad y lo multitudinario. La crítica
comienza cuando al encontrarte lejos de lo que pretendías criticar, percibes con cierta sorpresa la cuasi
voluptuosidad con que te abandonabas y te mezclabas con lo que ahora pretendes convertir en objeto
de tu análisis.
Acabo de enterarme de la
muerte de una persona conocida de quien me gustaba el humor y el modo con que
criticaba la idiosincrasia de sus vecinos y de nuevo, como siempre, me ha atrapado esa
sensación de fascinación melancólica mezclada con impotencia ante el súbito
arrebatamiento físico que es imposible tanto prever como solventar. La
desaparición de la persona fallecida es tan irremediable como interminable: la persona desaparece para siempre y
eso resulta inimaginable. También aflora la desesperación ante esta estupefacta constatación.
Desesperación porque a pesar de testimonios de filósofos, artistas, filántropos
o santos no hay maldita manera de hacerse una idea de qué tipo de evolución se
inicia al otro lado, si es que se inicia alguna. No hay relato de la muerte.
Tan solo podemos manifestar, constatar que se produce y poco más. Wittgenstein
es bien preciso con respecto a este punto. De la muerte no podemos decir,
específicamente, nada. Quizá lo único que podamos hacer es imaginar la clave de
la muerte en el desarrollo de la vida que ha tenido lugar, es decir, las
razones de una probable evolución posterior podrían hallarse en lo
anteriormente realizado, ansiado, amado -.
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