Examinando esta
publicación de mi amigo Sesca, Los toros y Orihuela (1383
– 2015), experimento, curiosamente, dos cosas: por un lado, y a pesar
de todos los estereotipos y proximidades geográficas y populares, sorpresa
todavía, extrañeza ante la existencia de una fiesta semejante, esa extrañeza
admirativa que nos recordaría la que quizá sentirían los viajeros extranjeros
en el período romántico ante las idiosincrasias de la literaturizada y mítica
España; y, por otro lado, o mejor dicho, como consecuencia de esta primera sensación, misterio, sí, misterio
ante la pregunta elemental de: qué es esto, qué son estos personajes, estos
trajes, qué significado tiene burlar a un animal tan poderoso con la intención
final de sacrificarlo a un dios sin nombre, corriendo el riesgo real de un
embiste mortal.
Uno se plantea, ante
una puesta en escena tan espectacular, ante la representación de lo que quizá
fuese, antaño, una ceremonia religiosa, que esta fiesta no puede ser cualquier
fiesta, que todo esto no puede ser banal o meramente caprichoso. Algo tan
específico, tan singular, tan localizado e insólito, es, dese luego, algo digno
de historiarse y considerar. Digo todo esto desde la perspectiva del no
aficionado, del absolutamente ajeno a las corridas y a su mundo. Porque quisiera
destacar que a veces, el que pertenece a una cultura suele ser el que menos
entiende las formas especiales en que esa cultura se manifiesta. Cuántas veces
un foráneo a los usos y costumbres del
lugar, analiza aspectos reveladores de los mismos, ignorados u obviados por los
nativos.
Independientemente de
la impresión global que suscite la fiesta, resulta también muy interesante
examinar en este volumen, el desenvolvimiento histórico de la corrida en la localidad oriolana y comprobar cómo,
desde tiempos medievales hasta el mismo siglo XX, se encuentra elocuentemente ligada
a la vida social a través de una nutrida serie de festejos que jalonan los años
de todos estos siglos. En fiestas
patronales, en conmemoraciones y efemérides varias, hasta ligadas a procesiones
de índole religiosa, las corridas aparecen como corolario final, pretexto o
celebración consagratoria de la hilera de festejos en cuestión. Observando este
protagonismo jubiloso y popular de la corrida, uno no puede evitar cierta
melancolía al comparar tal pretérita realidad con el desamparo o decadencia actual de la
fiesta por estos pagos. Es demasiado tópico decir que las sociedades cambian o
las cambian. Uno se preguntaría qué se ha perdido, qué valores o formas de
valorar la vida se disipan con la pérdida de la fiesta, qué singularidad entrañable
se vivía con una celebración como esta y qué ánimo tendría que resurgir de la
convención social para que se fuera articulando cierta afición “menos abstemia”
que la que procuran los distintos poderes hoy.
La autopublicación de
Sesca no solo repasa minuciosamente, tras previo y trabajoso examen documental,
la historia de las corridas en la comarca, mencionando toreros y ganaderos
locales, o los orígenes de la plaza de toros de la ciudad, sino que refleja el
impacto de la fiesta en ámbitos literarios, pictóricos y musicales. También
dedica unas líneas al asunto de la objeción ética y los antitaurinos. Aprovecho este quite para decir algo al respecto
de tan chirriante asunto: resulta verdaderamente lamentable esta inoculación de
pensamiento puritano protestante en la sociedad española. Los antitaurinos se
me antojan los nuevos conversos y como tales, tan fanáticos como cretinos. Aún
recuerdo aquellas imágenes bochornosas
en Madrid de gente corriendo detrás del coche en que se encontraba el perro que
las autoridades habían decidido sacrificar al creer que portaba el virus del évola. Aquella escena
escapaba a mi comprensión. El contacto con todo animal me estremece. Pero no
puedo respetar a estos individuos que les importa un pimiento la vida del
torero y muestran un ánimo tan enajenado ante la entidad intocable y
sacralizada de lo animal. Hay algo incoherente y burdo en sus protestas. Se
podrían haber asociado para defender cualquier otra cosa y esclarecer sus
problemas de identidad, pero ante la escasa imaginación del concurrente, parece
que el animalismo pretenda presentarse como algo más que una para -religión.
La fiesta supone la
existencia de toda una serie de personajes e indumentarias: banderilleros y
peñas taurinas, toros y toreros, picadores y jerarcas en los palcos, monosabios
y espontáneos, peinetas y sombreros por las gradas... En fin, una suerte de
mitología popular, una iconografía singularísima es la que emerge de una fiesta
como esta que algunos desnortados sueñan
prohibir y destruir.
Sesca aporta en esta
obra un conjunto exhaustivo de documentación escrita y gráfica. Muy peculiares resultan las transcripciones de las crónicas antiguas sobre las incidencias de la fiesta, así como las referencias a toreros locales, todo ello acompañado de fotos y reproducciones de los carteles. Teniendo en
cuenta los tan pocos o inexistes precedentes, y especulando sobre las
dificultades bibliográficas que parecen dibujarse en el futuro, Los
toros y Orihuela, se convierte en referente obligado sobre materia
tauromáquica en la comarca.
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