viernes, 27 de octubre de 2017

PARTÍCULAS CATALANIFORMES


 
 

Los analistas han insistido en que los independentistas siempre han ido ganando la “batalla semántica”. Y esto se explica por el discurso de lo políticamente correcto que pesa sobre todo lo que pensamos,  expresamos y hasta sentimos. Porque está muy bien visto que se reconozcan los derechos a auto-revindicarse y manifestarse de una minoría – los independentistas – ante una mayoría – el resto de los catalanes y de la nación española. Este desnivel se interpreta, a pesar de todo, como un indicio de injusticia con respecto a esa minoría. Esto es tan evidente en el juego conceptual que nos parece una injusticia priorizar a la mayoría.

 

La misma presión pesa sobre los responsables de aplicar la bestia negra del artículo 155 de la Constitución. Nadie se atreve a ser malo y duro – según ese juego de estereotipos que condiciona todo este debate- y se crea una suerte de complejo de culpabilidad de índole antidemocrática, cuando lo que se pretende es aplicar la ley, ni más ni menos.

Decía Jung que “es muy difícil ir en contra del espíritu de la época”. Y ese espíritu se manifiesta en esta vergüenza a aplicar el artículo susodicho, ignorando a esa masa de independistas, supuestamente marginada y maltratada por la mayoría o el estado.




Si a mí me preguntaran qué opino sobre el tema de la independencia catalana, diría: los catalanes ¿tienen una historia propia, una lengua propia, unas leyes sociales y políticas propias? Ante lo afirmativo a estos interrogantes, con algo de tristeza y mucho de estupefacción, tendría que callarme y admitir tal independencia. Pero el asunto no es tan simple ni elemental, pues cuando me entero de que existen otros catalanes que no quieren tal independencia, que nos encontramos en un contexto de globalización política y acuerdos internacionales que marcan condiciones y ofrecen las ventajas correspondientes y que se ha producido en el seno de la sociedad catalana un lavado de cerebro y propaganda nacionalista, especialmente virulento en los últimos años, entonces ya no tengo tan clara la cuestión y llego a pensar que el independentismo tiene mucho de inducido. A partir de aquí, y sobre todo ante la realidad social que son esos catalanes que no desean la escisión de la nación, la independencia catalana dependerá del juego político y se convierte en una cuestión emocional y anímica, es decir, en objeto de pulsiones y subjetividades. Pasamos de la política a la metafísica. Es por ello que Fernando Savater se pregunte qué es ser catalán, en definitiva, poniendo en evidencia la indistinción, o bien, la igualdad de particularidades en el caso de que invocáramos el supuesto ser de cualquier otra nacionalidad del mundo que exigiera una excepcionalidad en el trato.

 

Desde una asunción democrática, algo quisquillosa, privilegiamos las minorías por el supuesto, sobre todo, de que permanecen marginadas u oprimidas por ser tales minorías: homosexuales, inmigrantes, etc... ¿Pero y si resultase que son tales minorías, cuasi santificadas,  las que se equivocan en su reclamo de supuestos derechos?

 

En el concierto de grandes asociaciones económicas como la Unión Europea, en un contexto de globalización política y social, la independencia catalana es un anacronismo, una reivindicación inoportuna, chusca y a destiempo. No estamos en la era romántica donde la pasión y la justicia convergían y legitimaban la revuelta ante la opresión de los pueblos. De todo aquello los independentistas extraen una retórica revolucionaria que emplean con el mayor descaro y la más supina falsedad. En el ámbito democrático actual, que un independentista diga sentirse presionado o reprimido cuando el estado actúa desde la legalidad, vuelve a incidir en el tema de los sentimientos y las espumas subjetivistas. No es creíble. No puede serlo. Entraríamos en una atomización total del tejido social, en la dispersión de toda legalidad al extenderse un sentimiento o una militancia que, desde la enajenación y el cerrilismo, se negase a toda asunción del orden cívico y de la estabilidad. A no ser... que los independentistas hayan elegido vivir no en otra sociedad sino en otra época y quieran vivir su película autista hasta el final porque son incapaces de trascender esa autoexclusión de la normalidad.








Hemos llegado al absurdo de que aplicar la ley se convierta en algo políticamente incorrecto, en tabú.

Lo más desquiciante de toda esta historia es la relatividad, la indistinción  del concepto de lo legal, según se manifieste uno u otro antagonista. Y los periodistas, que en muchas ocasiones muestran una sorpresiva ambigüedad y casi parecen bailarle el agua al caos, multiplican la indiferencia, cuando hacen especulaciones o proponen interrogantes a un bando partiendo de lo que legalmente está abolido pero que de este modo vuelven a introducir en un discurso que adopta la forma viciosa e interminable del bucle continuo.

Los catalanes independentistas protestan contra la legalidad porque dicen no querer seguir sintiéndose súbditos del gobierno español. La pregunta sería ¿por qué, cómo es que otros catalanes no se sienten así, esclavos, súbditos de ningún gobierno opresor  y no experimentan como una fractura ser catalanes y ser españoles y europeos? ¿No será este espíritu convergente el que debamos contemplar como ejemplo de ciudadanía y esperanza? ¿No revela este sentir cordial y harmonizante que la actitud independentista es insolidaria, sectaria, narcisista  y excluyente?  

Por mucho que se me quisiera justificar el independentismo y decirme que tal sentimiento es irreductible, son los factores objetivamente negativos y socioculturalmente  involucionistas que implica, lo que supone un contrapeso a su contumacia y tiñen de oscuro su aventura.  

 
 
 




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