Los analistas han insistido
en que los independentistas siempre han ido ganando la “batalla semántica”. Y esto
se explica por el discurso de lo políticamente correcto que pesa sobre todo lo
que pensamos, expresamos y hasta
sentimos. Porque está muy bien visto que se reconozcan los derechos a auto-revindicarse
y manifestarse de una minoría – los independentistas – ante una mayoría – el
resto de los catalanes y de la nación española. Este desnivel se interpreta, a
pesar de todo, como un indicio de injusticia con respecto a esa minoría. Esto es tan evidente en el juego conceptual que nos parece una
injusticia priorizar a la mayoría.
La misma presión pesa
sobre los responsables de aplicar la bestia negra del artículo 155 de la
Constitución. Nadie se atreve a ser malo y duro – según ese juego de estereotipos
que condiciona todo este debate- y se crea una suerte de complejo de
culpabilidad de índole antidemocrática, cuando lo que se pretende es aplicar la
ley, ni más ni menos.
Decía Jung que “es muy
difícil ir en contra del espíritu de la época”. Y ese espíritu se manifiesta en
esta vergüenza a aplicar el artículo susodicho, ignorando a esa masa de independistas,
supuestamente marginada y maltratada por la mayoría o el estado.
Si a mí me preguntaran
qué opino sobre el tema de la independencia catalana, diría: los catalanes
¿tienen una historia propia, una lengua propia, unas leyes sociales y políticas
propias? Ante lo afirmativo a estos interrogantes, con algo de tristeza y mucho
de estupefacción, tendría que callarme y admitir tal independencia. Pero el
asunto no es tan simple ni elemental, pues cuando me entero de que existen
otros catalanes que no quieren tal independencia, que nos encontramos en un contexto
de globalización política y acuerdos internacionales que marcan condiciones y
ofrecen las ventajas correspondientes y que se ha producido en el seno de la
sociedad catalana un lavado de cerebro y propaganda nacionalista, especialmente
virulento en los últimos años, entonces ya no tengo tan clara la cuestión y
llego a pensar que el independentismo tiene mucho de inducido. A partir de
aquí, y sobre todo ante la realidad social que son esos catalanes que no
desean la escisión de la nación, la independencia catalana dependerá del juego
político y se convierte en una cuestión emocional y anímica, es decir, en
objeto de pulsiones y subjetividades. Pasamos de la política a la metafísica.
Es por ello que Fernando Savater se pregunte qué es ser catalán, en definitiva,
poniendo en evidencia la indistinción, o bien, la igualdad de particularidades en el caso de que invocáramos el supuesto ser de cualquier otra nacionalidad del mundo que
exigiera una excepcionalidad en el trato.
Desde una asunción democrática,
algo quisquillosa, privilegiamos las minorías por el supuesto, sobre todo, de
que permanecen marginadas u oprimidas por ser tales minorías: homosexuales,
inmigrantes, etc... ¿Pero y si resultase que son tales minorías, cuasi
santificadas, las que se equivocan en su
reclamo de supuestos derechos?
En el concierto de
grandes asociaciones económicas como la Unión Europea, en un contexto de
globalización política y social, la independencia catalana es un anacronismo,
una reivindicación inoportuna, chusca y a destiempo. No estamos en la era romántica
donde la pasión y la justicia convergían y legitimaban la revuelta ante la
opresión de los pueblos. De todo aquello los independentistas extraen una
retórica revolucionaria que emplean con el mayor descaro y la más supina
falsedad. En el ámbito democrático actual, que un independentista diga sentirse
presionado o reprimido cuando el estado actúa desde la legalidad, vuelve a
incidir en el tema de los sentimientos y las espumas subjetivistas. No es
creíble. No puede serlo. Entraríamos en una atomización total del tejido
social, en la dispersión de toda legalidad al extenderse un sentimiento o una
militancia que, desde la enajenación y el cerrilismo, se negase a toda asunción
del orden cívico y de la estabilidad. A no ser... que los independentistas
hayan elegido vivir no en otra sociedad sino en otra época y quieran vivir su
película autista hasta el final porque son incapaces de trascender esa
autoexclusión de la normalidad.
Hemos llegado al
absurdo de que aplicar la ley se convierta en algo políticamente incorrecto, en
tabú.
Lo más desquiciante de
toda esta historia es la relatividad, la indistinción del concepto de lo legal, según se manifieste
uno u otro antagonista. Y los periodistas, que en muchas ocasiones muestran una
sorpresiva ambigüedad y casi parecen bailarle el agua al caos, multiplican la
indiferencia, cuando hacen especulaciones o proponen interrogantes a un bando
partiendo de lo que legalmente está abolido pero que de este modo vuelven a
introducir en un discurso que adopta la forma viciosa e interminable del bucle
continuo.
Los catalanes
independentistas protestan contra la legalidad porque dicen no querer seguir
sintiéndose súbditos del gobierno español. La pregunta sería ¿por qué, cómo es
que otros catalanes no se sienten así, esclavos, súbditos de ningún gobierno
opresor y no experimentan como una
fractura ser catalanes y ser españoles y europeos? ¿No será este espíritu
convergente el que debamos contemplar como ejemplo de ciudadanía y esperanza?
¿No revela este sentir cordial y harmonizante que la actitud independentista es
insolidaria, sectaria, narcisista y
excluyente?
Por mucho que se me
quisiera justificar el independentismo y decirme que tal sentimiento es
irreductible, son los factores objetivamente negativos y socioculturalmente involucionistas que implica, lo que supone un contrapeso a su contumacia y tiñen de oscuro su
aventura.
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